Mi querido leñador

Capítulo 19. Iván.

La tarde caía tranquila, con copos de nieve descendiendo suavemente y un leve aroma a abeto flotando en el aire. Paz. Silencio. Gracia. Pero dentro de mí todo hervía. Detrás de la puerta, una ninfa chapoteaba en la ducha. Ni toda la leña cortada para dos inviernos podría calmar este fuego, ni siquiera el frío cortante que el bosque ofrecía.

Mi cabeza giraba entre culpa, deseo y admiración. Estaba atrapado entre lo práctico y lo humano, entre la razón y los instintos. Cada gota que caía parecía recordarme que mi autodisciplina era frágil frente a la realidad de Lisa. Intenté concentrarme en la textura de la madera recién cortada, en el aroma a pino y musgo, pero cada imagen de su piel húmeda se filtraba con insistencia.

Finalmente acepté lo obvio: nada me liberaría de su hechizo. Afuera, el bosque permanecía en calma, roto solo por el murmullo del agua y el crujido de la leña, mientras dentro de mí todo se retorcía. Lisa era más poderosa que mi aislamiento, más real que mis rutinas, más peligrosa que cualquier amenaza de la naturaleza.

“¿Y si me doy una ducha después de ella?” La idea de los chorros fríos se volvió seductora: enfriar mi sangre, lavar el sudor, contener las imágenes que se colaban sin permiso. Olía a leñador curtido, y quizás, solo quizás, el agua podría devolverme la sensatez. Mientras me desvestía, la imagen de su cuerpo continuaba cruzando mi mente, cada curva perfectamente dibujada por la imaginación más atrevida.

Cuando Lisa salió, llevaba jeans y un jersey de cuello alto. Exhalé con alivio. Finalmente, no tendría que luchar contra la tentación de verla desnuda. Aunque, de algún modo, mi mente seguía recreando cada detalle que había imaginado minutos antes. Cada pequeño gesto suyo, la manera en que se sacudía el cabello húmedo, el rubor en sus mejillas, todo me hacía sentir vulnerable y extrañamente excitado.

Entré en la ducha y, al bajar la vista, un trocito de tela negra llamó mi atención. Lo recogí. Mi imaginación, traicionera, lo envolvió de inmediato alrededor de sus curvas. El impacto me recorrió de pies a cabeza, acelerando cada latido de mi corazón. Abrí el grifo; por suerte, el agua ya estaba lo bastante tibia para contener la fiebre. Fue entonces que la puerta se abrió y Lisa me miró fijamente.

Por primera vez me dio vergüenza que una mujer me viera preparado para la batalla. Bajé de golpe la esponja hacia la parte que delataba mi interés y le di la espalda, sintiendo en la piel su mirada. Me gustaba, y no podía negarlo. ¿Acaso en vano había pasado todo el día cortando leña? Mis músculos tensos, las venas marcadas, cada fibra de mi cuerpo parecían gritar esfuerzo. Y quizá, ningún hombre cuerdo rechazaría la idea de compartir la ducha con alguien así.

Giré la cabeza y vi una sonrisa en sus labios, los mismos que no podía dejar de imaginar besando. Debía enterrar esas fantasías antes de perder el control, pero era imposible no sentir que cada fibra de mi cuerpo respondía a su presencia. Su mirada parecía atravesarme, y al mismo tiempo, ofrecía una complicidad silenciosa que desarmaba todos mis muros.

—¿Qué has olvidado aquí? —pregunté, forzando la voz a un tono neutral, aunque no podía ocultar el temblor de mi interés.
—¿Yo? Esto… —su sonrisa se desvaneció y su rostro se tiñó de carmín—. Se me cayó la ropa.
—¿Esta? —dije, extendiéndole el trozo de encaje.
—Sí —lo arrebató con rapidez, cerró la puerta y desapareció.

Me quedé quieto, el agua golpeando mi espalda, pensando: “¿Cuánto tiempo voy a poder soportar esto?”. La tensión hervía en mi interior; la paz que tenía antes de su llegada ya no volvería. Sentí una mezcla de deseo y frustración, como si cada gota que caía sobre mí fuera un recordatorio de lo que estaba prohibido.

Después de la ducha, me sentí renovado. Al entrar en la cabaña, algo había cambiado: ya no era un refugio rudo de guardabosques, sino una vivienda marcada por la mano de una mujer. Lisa se había esmerado, y ni una queja apareció en todo el día. Podría haberse quedado descansando, o peor, haber montado un escándalo. Pero trabajó conmigo, en silencio, con paciencia. Eso la distinguía de tantas otras.

Recordé a mi ex, rompiendo platos caros y gritando hasta enloquecer, cuando le pedí poner los platos en lavavajillas y limpiar la mesa después de la cena, que preparé. Esa misma noche la eché de mi casa. Poco después encontré a otra, pero se marchó diciendo que no le dedicaba tiempo. Yo no estaba dispuesto a gastar mi energía en reproches ni escenas de celos, aunque admito que en la cama ella era perfecta.

La pregunta apareció sola: ¿cómo sería Lisa en la cama? Por su mirada, juraría que ardiente y apasionada. Maldición, ¿otra vez pensando en eso? Aunque… ¿por qué no? Somos adultos, y si algún día ella lo quisiera, no habría nada de malo en ese juego. Además, algo me decía que no era el único con esos pensamientos; había destellos en sus ojos que la traicionaban, aunque intentara ocultarlos.

—Siéntate, vamos a cenar —me interrumpió, con un rubor en las mejillas—. Hice una tortilla francesa con beicon, pero no hay pan.
—No hay pan, pero tengo galletas saladas —respondí, sacando un paquete del armario.
—Mañana es Nochebuena —dijo mientras servía la comida—, y aunque tenga que celebrarla aquí, quiero algo más festivo.
—¿Y sabes cocinar? —pregunté con burla. Por lo que veo con los huevos, no demasiado.
—Es la primera vez que uso esta cocina —replicó tranquila—. No soy chef Michelin, pero sé preparar platos típicos. Mejor que la papilla quemada.

Sonreí. Nunca conseguí que las gachas me quedaran bien.
—Está bien, haz lo que quieras —dije encogiéndome de hombros—. Para mí la Navidad no significaba mucho.
—Entonces enséñame dónde guardas los alimentos —propuso.
—Vamos —dije, levantándome de la mesa.

Levanté la tapa del pasillo y apunté la linterna al subterráneo. Sentí con el pie el primer escalón y bajé.
—Con cuidado —le advertí, extendiéndole la luz.




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