Al regresar del bosque con un abeto pequeño al hombro, me quedé paralizado en el umbral. La choza, que siempre había considerado solo un refugio tosco, de pronto parecía otra cosa: una verdadera casa. El aire estaba impregnado de aromas cálidos —un guiso cociéndose lentamente, la madera quemándose en la estufa, y algo dulce que no supe identificar—, y había una atmósfera que solo podía describirse como navideña. Nunca habría pensado que extrañaba tanto la civilización, o mejor dicho, lo que uno asocia con un hogar: el calor, la comida, la compañía, la sensación de que me esperaban.
Yo, que creía que ya nada podía sorprenderme, me descubrí boquiabierto. ¿Cómo era posible que aquella muñeca de ciudad, con su aire elegante y sus uñas perfectamente pintadas, se moviera con tanta naturalidad en mi cocina? La vieja cocina de hierro no le había dado miedo ni duda, y trabajaba con una soltura que dejaba claro que no era la primera vez que preparaba algo así. Además, había logrado ordenar espacios que yo ni había pensado, dado por imposible.
Lo más impactante, sin embargo, eran las decoraciones navideñas que estaba fabricando. Cuando la vi inclinada sobre la mesa, con la lengua apenas asomando en un gesto concentrado mientras pegaba trozos de revistas y papeles de colores para formar esferas y guirnaldas improvisadas, tuve que frotarme los ojos. Cualquiera habría jurado que esos adornos salían de una tienda cara o de un taller especializado. Y, sin embargo, ahí estaba ella, doblando, cortando, pegando, como si la creatividad le brotara de las manos.
Por un instante, no supe qué pensar de Lisa. Al principio la había imaginado como una mujer de veintiséis o veintisiete años, segura de sí misma, urbana hasta la médula. Pero en ese momento, con las trenzas colgando y la inspiración brillándole en el rostro, me parecía una muchacha mucho más joven, llena de entusiasmo, como si el peso de la vida aún no hubiera apagado su luz. ¿De dónde había sacado esas habilidades? Esa pregunta me quemaba por dentro.
—¡Ya has vuelto! Pon el árbol aquí —ordenó con voz resuelta.
No pude evitar sonreír. Para ella parecía lo más natural del mundo dar órdenes, como si siempre hubiera estado en mi casa. Suspiré resignado y me dirigí al granero, donde improvisé un soporte para el pequeño abeto. Cuando regresé, la mesa estaba cubierta de adornos artesanales, cada uno más ingenioso que el anterior. Lisa, subida en una silla, colocaba con cuidado las piezas en las ramas.
—Sabes, tienes muy buen gusto, Lisa —dije finalmente, incapaz de callar—. Y los adornos te han salido exquisitos.
—Gracias —respondió ella con una sonrisa luminosa—. Siempre me han gustado las manualidades. Desde que tengo memoria, hacía juguetes con mi madre, no solo para el árbol de Navidad. Quizás por eso terminé estudiando arquitectura.
Me quedé helado. ¡Arquitecta! Aquella revelación me sacudió. Nunca lo habría adivinado. Para mí, era como descubrir un espejo: yo, que también me había dedicado a la construcción, frente a una mujer que compartía mi mundo desde otra perspectiva.
—No lo hubiera imaginado jamás —dije, rascándome la barba—. En el mejor de los casos, pensé que eras diseñadora.
—El diseño es un pasatiempo para el alma —aclaró ella—. La arquitectura es mi oficio. Ahí tienes que pensar con la cabeza, inventar soluciones cómodas y bellas, calcular cada milímetro.
Me rasqué la nuca, incómodo.
—Siempre pensé que era una profesión de hombres.
Ella alzó una ceja, pero no perdió la compostura.
—Así piensa mi jefe. Por eso nunca me deja a cargo de proyectos importantes, siempre me tiene en el segundo plano. Lo que no entiende es que una mujer, inconscientemente, piensa en la familia. Diseña no solo para la estética, sino para la comodidad de la vida familiar que va a pasar dentro de esas paredes.
Sus ojos brillaban con un fuego que no había visto antes. Y luego, como si quisiera demostrarme su punto, señaló con la mano la distribución de mi casa.
—Por ejemplo, tú vives aquí solo. Tienes dos habitaciones, una cocina y un pasillo. La estufa en la cocina está bien, pero las habitaciones se enfrían demasiado.
—No hace frío en la mía —repliqué automáticamente.
—Claro, porque la calientas indirectamente, pero imagina si tuvieras calefacción por suelo radiante: podrías caminar descalzo, gastarías menos leña. Y el calor sería uniforme.
Negué con la cabeza.
—Imposible. Cuando vi esta choza, lo pensé, pero la estructura no lo permite. No tiene cámara abajo.
Ella se mordió el labio, sin rendirse.
—Entonces al menos un baño tenía que ser dentro de la casa. Tienes una ducha afuera, pero no es cómodo. Podrías abrir una puerta aquí... —hizo un gesto hacia la pared derecha.
Me empezó a hervir la sangre. ¿Me toma por necio?
—Sabes perfectamente que aquí no había nada. Lo que ves lo hice con mis propias manos. No permitiré que nadie hable mal de mi creación.
Lisa bajó la mirada, suavizando el tono.
—Lo siento, Iván. No quería ofenderte. Solo era una sugerencia.
—Además —continué, encendido—, si abres esa pared, debilitas la estructura. Y este techo jamás soportaría un barril de agua.
Ella me miró con calma y me lanzó otra pregunta:
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
—El suficiente para saber que la casa debe permanecer como está —contesté seco—. Al final, un ser humano no necesita mucho más de lo que esta choza ofrece.
—Quizá tengas razón —concedió con una media sonrisa—. Tal vez me precipité en las sugerencias. Pero entiéndeme: las mujeres vemos la comodidad de otra manera.
La miré de reojo, con un calor extraño en el pecho.
—No me digas que eres una de esas feministas locas.
—De ninguna manera —rio suavemente—. No quiero igualdad absurda. Creo que somos diferentes por naturaleza y que cada uno cumple funciones distintas.
Luego, con naturalidad, añadió:
—Por eso te voy a pedir que saques la olla del estofado mientras yo pongo la mesa.
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Editado: 26.10.2025