Mi querido leñador

Capítulo 22. Iván.

—Trae más velas, mientras yo me cambio —dijo ella, y se escondió detrás de la puerta de su habitación.

Me quedé inmóvil unos segundos, observando la llama temblorosa de las pocas velas encendidas que teníamos en la mesa. ¿Para qué quiere más? ¿De verdad piensa celebrar esta fiesta?

Normalmente, nunca me gustó el ajetreo de la Navidad ni del Año Nuevo. Para mí esas fechas eran solo un recordatorio incómodo de lo mucho que la gente podía disfrazar su soledad con luces, ruido y exceso de comida. Yo, como la mayoría de los hombres de negocios con cierta posición, solía escapar de todo eso viajando a países cálidos, rodeado de playas y cócteles, o, en otras ocasiones, asistiendo a fiestas épicas que, en el fondo, se parecían más a reuniones de negocios que a celebraciones. Sonrisas forzadas, copas de champán levantadas al aire, conversaciones huecas sobre proyectos y contactos. Siempre lo mismo.

Pero ahora, por primera vez, estaba frente a una fiesta completamente distinta, casi exótica. En vez de un banquete sofisticado, me esperaba una cena sencilla, aunque el olor del guiso que burbujeaba en la estufa llenaba la casa con un aroma irresistible. No había música ni candelabros de cristal, pero sí un árbol pequeño decorado con cosas improvisadas e increíbles, velas encendidas y el crepitar de la leña. Y, sobre todo, me esperaba la compañía de una mujer que parecía salida de otro mundo, alguien a quien no conocía de nada, pero que lograba que todo se sintiera especial.

Por primera vez en muchos años, sentí algo parecido a la magia. Como si algo bueno, algo inevitable, debiera suceder esa noche.

Y sucedió.

La aparición de Lisa, vestida para la cena de Nochebuena, me dejó sin aliento. Salió de su habitación despacio, como si flotara, y la luz de las velas se reflejaba en su vestido plateado, envolviéndola en un resplandor casi irreal. Era como ver a un hada salir de entre las sombras, una criatura etérea que brillaba en medio de la penumbra de la choza. Lo peor —o lo mejor, según cómo se mirara— era que aquel vestido revelaba demasiada piel. Mis ojos, traicioneros, siguieron las curvas de sus hombros desnudos, y sentí cómo mi corazón se hundía, golpeando con violencia dentro de mi pecho.

La impresión fue tan intensa que, por un instante, me pareció que ella había venido a mí a propósito, como enviada por algún poder superior, para castigarme por mis pecados pasados. Su belleza me atormentaba con deseos contradictorios: la urgencia de admirarla en silencio, como se contempla una obra de arte, y al mismo tiempo, la necesidad insoportable de acercarme, de bajar esos tirantes finísimos que parecían a punto de deslizarse solos por sus hombros.

Me forcé a apartar esos pensamientos, pero era inútil. Intentaba con todas mis fuerzas concentrarme en cualquier cosa —la mesa, el fuego, incluso los adornos improvisados del árbol—, pero la visión de su cuerpo envuelto en esa tela plateada lo eclipsaba todo. Me parecía que bajo el vestido no había nada, que su piel suave estaba a un paso de quedar al descubierto. Y esa idea me enfurecía contra mí mismo, porque me hacía sentir como un adolescente torpe que pierde la razón con solo ver un ombligo.

“Quizá debería acostarme con ella”, pensé con brutal sinceridad. “Satisfacer este deseo de una vez, y ya. Así podría volver a pensar como una persona civilizada, y no como un alce en temporada de celo”. La idea me resultaba casi lógica. Tal vez, una vez apagada la hoguera del deseo, podría volver a verla con calma, sin esa neblina que enturbiaba mi juicio.

El problema era que, en la vida cotidiana, yo no creía en el destino ni en las coincidencias milagrosas. Creía en la perseverancia, en los hechos concretos. Y por eso me resultaba difícil imaginar que algo duradero pudiera nacer entre dos personas que se encontraron de forma tan absurda, en medio de un bosque nevado. Lo más probable, me repetía, era que todo esto no fuera más que un capricho pasajero. Que, en cuanto el velo del deseo se levantara, la magia desaparecería y todo resultaría banal.

Esos eran, me decía, los pensamientos “optimistas” de un hombre ansioso, alguien que llevaba tres meses viviendo prácticamente en abstinencia. Porque, al final, la fisiología no se discute. El buen tío Freud lo había dejado claro: la única perversión real es la ausencia de sexo.

Lo único que me quedaba era cortejar a Lisa e intentar llevarla a mi cama. Sin embargo, dadas las circunstancias, aquello no era nada sencillo. Yo estaba acostumbrado a conquistar mujeres en otros escenarios: como hombre de negocios exitoso, vestido impecablemente, con traje caro, perfume y esa actitud insolente que siempre daba resultado. Pero ahora… ahora era distinto. Un barbudo desaliñado, con el cabello largo y despeinado, con pantalones gastados y un jersey que olía a humo y sudor. Nunca había intentado seducir a nadie con ese aspecto.

Por un momento pensé en ponerme el traje con el que había llegado aquí meses atrás y que desde entonces permanecía olvidado en un rincón. Menos mal que no lo hice. Solo imaginarme con esa barba salvaje, ese pelo enmarañado y un traje de corte perfecto me arrancó una carcajada amarga. La combinación no tendría ni un ápice de elegancia; más bien sería ridícula, casi grotesca.

Me encogí de hombros. Dudaba mucho que pudiera causarle impresión de esa forma, y menos a Lisa. Ella no parecía una mujer que se contentara con un paraíso improvisado en una choza, ni que cayera rendida en los brazos de un hombre que vivía como un ermitaño. Y, sin embargo, no podía ignorar la forma en que me había mirado aquella vez en la ducha. Su interés parecía evidente, aunque ahora, con ese vestido de hada plateada, yo ya no estaba tan seguro. ¿Y si solo había imaginado lo que quería ver?

Pasé la mano por mi barba con un gesto nervioso. “Si al menos pudiera afeitarme”, pensé. Tal vez así sería más fácil. Traté de recordar si tenía guardada alguna máquina de afeitar, pero lo dudaba. Y de todas formas, había algo que me frenaba: no quería mostrarle quién era realmente. Me aterraba la idea de que, al revelar mi identidad como hombre rico y exitoso, sus ojos azules se volvieran codiciosos. Había visto esa mirada muchas veces, el brillo frío de las mujeres calculadoras que saben poner precio a todo.




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