Di lo que quieras, pero Lisa sabe cómo impresionar. Tiene un talento natural, imposible de fingir.
Ayer estuve a un milímetro de besarla, justo cuando me acariciaba la barba. Y hablando de barba: aunque soy de pelo oscuro, esta me salió pelirroja. Nunca antes la había dejado crecer, pero al llegar aquí sin máquina de afeitar decidí tomármelo como un reto. Lo que no esperaba era terminar con un “matorral” rojizo. Seguro que en mi árbol genealógico alguien tuvo un desliz con algún escandinavo… o un inglés.
El caso es que no soy ningún crío, noté claramente la chispa entre nosotros. Y no era una chispa cualquiera: saltaba en cada roce fugaz, en cada mirada larga y temblorosa. La sentí en el ruido acelerado de su corazón y en el hormigueo de la punta de mis dedos. Lo entendí perfectamente, y estaba seguro de que ella también lo entendía. Por eso quise besarla. Pensé que habíamos llegado a… no sé a qué exactamente, pero estábamos allí, en ese punto.
Y entonces ella me esquivó. Me dejó con el beso en los labios y la sorpresa en los ojos.
Hoy, sin embargo, me esperaban más sorpresas todavía…
Cinco minutos antes todo estaba en calma, pero en cuanto bajé, empezó el espectáculo. Me giré hacia ella y me quedé sin palabras: venía volando directo hacia mí en su trineo. Al principio pensé en apartarme, hasta que vi el árbol detrás. Supe enseguida que no tendría tiempo de frenar para evitar el golpe.
Me aferré con una mano a la raíz del árbol y con la otra saqué mi “tesoro” del trineo. Todo pasó en un instante, y un segundo después sentí su cuerpo chocar contra el mío.
—¿Estás viva?
—Sí… ¿y tú? —susurró ella, su voz suave rozándome el oído.
Y entonces la atraje hacia mí. La miré como hipnotizado. Los labios de Lisa, un poco agrietados por el frío, no perdían nada de su belleza. Eran perfectos, irresistibles, a un suspiro de los míos. Y de pronto ocurrió lo inesperado, lo que no había planeado, pero sí deseado: ella me besó. Suave, tímida, pero con una fuerza que me atravesó. Se aferró a mí con tanta intensidad que, incluso a través de capas de ropa, pude sentir el latido acelerado de su corazón.
Con ese beso me derribó todas las defensas, y perdí la cabeza. Entonces fui yo quien la besó, olvidándome del dolor de mi mano —probablemente dislocada— y del viento helado que calaba hasta los huesos. Con ella entre mis brazos todo era calor. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí feliz.
—Lo siento… no sé cómo pasó. Yo no quería… de verdad —susurró de repente, apartándose y arrancándome la felicidad de golpe.
¡¿Cómo que no quería?! ¡Si había sido ella quien me besó!
—Está bien. Vamos a casa. Ya nos hemos divertido bastante —solté con dureza, levantándome de la nieve y apretando la mano herida.
—¿Qué tienes en la mano? —preguntó Lisa con preocupación.
—Nada.
—¡Déjame ver! —insistió.
—No hay nada que mirar. Está dislocada —admití con tristeza, intentando moverla suavemente. Un gesto de dolor me delató—. Maldita sea.
—¿Duele mucho? —preguntó con una expresión que parecía reflejar mi dolor. —¿Cómo pasó?
—Te atrapé, pero parece que con descuento —bufé.
—Lo siento, no sé cómo sucedió. Peck subió y de repente volé abajo. No quería hacerte daño —dijo con sinceridad.
«No quería hacerme daño… no sabía cómo pasó», repetí en voz baja, pensando más en el beso que en la caída y en muñeca dolorida.
—Vamos a casa, tengo que vendártela —ordenó Lisa, tirándome de la otra mano. La seguí obediente, aunque no pude evitar preguntar, con cierta duda:
—¿Sabes cómo hacer un vendaje?
—Ni idea —admitió sin rodeos—, pero por mi culpa estás inválido, así que me toca curarte.
“¡Perfecto! Ahora es mi turno de burlarme”, - pensé con una chispa de locura. - “Estoy lesionado, Lisa tendrá que cuidarme, y quizás algo cambie en esta extraña relación… ¡es mi oportunidad!”. Aguanté la risa a duras penas. Señor, ¿cuántos años tengo? ¿Parecía un crío de jardín de infancia?
Tal vez era el aire puro, los tres meses de aislamiento voluntario en este rincón del mundo, o simplemente el hecho de que ella me viera como un salvaje leñador… pero tenía ganas de hacerme el tonto. Y, maldita sea, me divertía.
Cuando regrese, iré directo al astuto psicólogo que me mandó aquí. Le daré las gracias como se merece: su método funcionó. No solo me curó el ataque nervioso, también me devolvió el sabor de la vida y ganas de reír.
Ya en casa, Lisa se dispuso a improvisar de enfermera. Mientras caminábamos, arrugaba la frente con una concentración que me arrancaba sonrisas, como si intentara recordar todo lo que alguna vez escuchó sobre primeros auxilios.
—¿Tienes gasas? —preguntó, mirando a su alrededor en la cocina.
—Lo dudo mucho. En el botiquín solo hay carbón activado y aspirinas caducadas. Vendajes, desde luego, no.
—Entonces necesitamos trapos —resolvió, decidida a salvar mi extremidad de un dolor infernal.
En realidad, el dolor ya casi había remitido, apenas quedaba una molestia leve al mover la muñeca. Pero ella no tenía por qué saberlo. Corría por la casa buscando telas limpias con tanto empeño que me hacía reír solo de verla. Al final apareció con una sábana bastante decente.
—¿Te importa si la rompo?
—Rompe —respondí, acomodándome para disfrutar del espectáculo.
La vi rasgar la tela en largas tiras deshilachadas. Luego levantó la barbilla con determinación:
—Dame tu mano.
Obedecí, todavía escondiendo la sonrisa. Lisa, con la lengua entre los dientes, empezó a envolverla con tanta concentración que mi mano terminó convertida en un enorme capullo. A simple vista parecía un chupa-chups torcido, del que apenas sobresalían las puntas de mis dedos.
Para coronar la obra, me colgó una especie de soga al cuello, me metió el brazo y retrocedió dos pasos, observando orgullosa el resultado de su invento.
—¿Y bien? ¿Te sientes mejor? —preguntó, buscándome los ojos con una mirada esperanzada.
—Sí —contesté, sin ganas de romperle la ilusión.
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Editado: 26.10.2025