Apenas me aseguré de que Lisa desapareciera tras la puerta, empecé a arrancar frenéticamente aquel capullo que me estrangulaba la mano. Tiré con los dedos, con las uñas y hasta con los dientes, hasta que por fin el triple nudo cedió. La sangre volvió a correr y sentí un hormigueo desagradable en los dedos, que habían adquirido un tono más bien sospechoso.
Mientras ella hacía ruido al otro lado de la pared, improvisé un vendaje nuevo, más flojo, lo justo para no cortar la circulación, pero bastante parecido a su “creación”. No quería ofenderla: su intento de ayudar había sido sincero, y eso lo valoraba, aunque casi me dejara sin mano.
Cuando volvió, apareció con una sonrisa desbordante.
—Hecho. La comida estará lista en media hora.
—Gracias.
—¿Algo más que necesites?
Me quedé pensativo. Si le decía que lo único que quería era su calor, había muchas posibilidades de que me soltara una bofetada y después me envolviera entero con otra sábana. Y todavía no estaba preparado para asumir ese riesgo.
—También habría que limpiar el gallinero, dar de comer a las gallinas y recoger los huevos.
—Perfecto —respondió sin dudar, y con la cesta en la mano salió corriendo.
Definitivamente era mi día de suerte. Lisa corría de un lado a otro, lista para cumplir cualquier encargo. Si quería agua, me la traía; si tenía hambre, me ofrecía comida; sí pensara, que tenía frio, me tapaba con una manta. Incluso le perdoné que casi me amputara la mano… o, mejor dicho, que me calentara y luego me dejara a medias.
Su entusiasmo parecía inagotable. Me pregunté hasta dónde llegaría su paciencia.
—Lisa —la llamé ya entrada la tarde.
—¿Sí? —apareció enseguida, como un rayo.
—Me incomoda pedirte esto, pero hay una cosa más… —puse mi mejor tono triste.
—Dime.
—No sé si debería…
—¡Iván, por favor! —me cortó, impaciente—. Lo que sea.
La manera en que dijo mi nombre me dejó una calidez extraña en el pecho. Y ese “lo que sea” dio una libertad a mi imaginación.
—Bueno… necesito que ordeñes la cabra. – dije al final no lo que pensaba.
—¿Qué? —exclamó con los ojos como platos.
Justo en ese momento, como si hubiera entendido que ahora le tocaba el papel principal, la cabra atravesó el umbral con toda la dignidad de una emperatriz. Se plantó en medio de la estancia y fijó sus ojos redondos en Lisa. No era una mirada cualquiera: era solemne, cargada de expectativa, casi un juicio silencioso. Lisa, nerviosa, se apartó un mechón de la cara y tragó saliva.
—¿De verdad hay que hacerlo? —preguntó con voz tensa, sin apartar la vista de la intrusa cornuda.
—Sí. Dos veces al día, mañana y tarde —le respondí con gravedad, como quien dicta una ley inquebrantable—. Si no, llorará toda la noche y no pegaremos ojo.
Ella arqueó las cejas, como si la palabra llorar aplicada a una cabra fuera un disparate. Pero yo lo sabía demasiado bien. Recordaba mi primera vez con Agripina —sí, la cabra tenía nombre—. Fue un desastre épico. Yo, torpe, con la cacerola en la mano, sin idea de qué hacer, y ella, testaruda, pateando como si su vida dependiera de dejarme en ridículo. Esa noche pensé seriamente en mandar al diablo la terapia forestal y largarme andando hasta la ciudad. Pero no lo hice.
Y, con el tiempo, ocurrió algo inesperado: le tomé cariño. Tanto a Pek como a esta glotona de ojos profundos y algo diabólicos. Había noches en las que, desesperado por no hablar solo, acababa contándoles mis miserias, mis recuerdos, mis dudas. Y ellos… escuchaban. Con esa paciencia animal que no juzga, no interrumpe y no contradice. Pek a veces ladeaba la cabeza, como si me entendiera; y Agripina me miraba fijo, rumiando en silencio, con la solemnidad de un confesor. Me di cuenta entonces de que habían sido mejores oyentes que la mayoría de personas que había conocido en mi vida.
Por eso, cuando Lisa dudaba frente a ella, tan frágil y fuerte al mismo tiempo, no pude evitar pensar que, en cierto modo, si lograba superar este reto, también estaría siendo aceptada en nuestro pequeño “círculo íntimo”. El mío, el de Pek, y el de la cabra. Y, aunque sonara ridículo, esa idea me enterneció.
—Está bien, intentaré hacerlo —dijo al verme intentar levantarme de la cama—. ¿Dónde está el cubo?
—¿Qué cubo? —me reí—. Con una cacerola basta. No es una vaca.
Lisa se acercó a la cabra con paso inseguro, como si caminara hacia la guillotina.
—¿Y ahora qué?
—Primero masaje.
Me fulminó con la mirada.
—¿A ti?
“¡Ojalá!”, pensé, pero respondí con seriedad de profesor universitario:
—A la ubre. Limpias, masajeas y luego ordeñas.
Lisa cerró los ojos un segundo, como conteniendo una maldición en tres idiomas.
—¿O sea que tengo que lavarle las tetas y después manosearla?
—Exacto. Con suavidad. Agripina es delicada.
Me miró como si fuera un verdugo medieval a punto de inventar una nueva tortura.
—¿Algo más? ¿O ya puedo empezar mi máster en veterinaria?
—Sí —añadí con toda la solemnidad del mundo—. Solo permite ordeñarla mientras está comiendo. Así que dale pienso con sal. Y ojo: en el establo hay que sujetarla bien, porque puede escaparse… o darte un golpe.
Recordé mi primera vez y tuve que morderme la lengua para no reír. A mí me había dejado la nariz sangrando y el establo lleno de leche derramada.
En ese instante, Lisa me clavó una mirada asesina, como si fuera yo el culpable de que en el planeta existieran cabras. Creí que tiraría la toalla.
—Bueno, lo intento yo con una mano —dije con un suspiro melodramático, como héroe dispuesto al sacrificio.
—¡Ni se te ocurra! —me cortó, alzando la mano—. No soy tan inútil como piensas. Puedo con esta desquiciada.
La forma en que lo dijo, con el ceño fruncido y la mandíbula tensa, era como ver a Juana de Arco preparándose para la batalla… solo que su enemigo tenía cuernos y rumiaba paja.
#10 en Otros
#8 en Humor
#37 en Novela romántica
malentendidos y segundas oportunidades, amor prediccion, pueblo navidad
Editado: 26.10.2025