—Me gustaría lavarme, huelo a cabra —dije, fingiendo indignación, en cuanto descubrí que su mano milagrosamente ya no dolía.
—Está bien, verteré agua caliente en la ducha —respondió Iván.
—Pero tienes sauna —insistí, alzando la barbilla como quien exige un carruaje en vez de un burro—. ¿Por qué no la calentamos y nos damos un baño de vapor?
Iván me observó, frunciendo el ceño, como si estuviera calculando las probabilidades de sobrevivir a una loca urbana con entusiasmo desbordado en su santuario del vapor.
—Lleva mucho tiempo prepararla… Tal vez la ducha sea más rápida.
Me quedé callada un segundo. En realidad, no estaba pensando nada sensato: mi cerebro ya estaba en “modo locura divertida”. ¿Cuándo más iba a tener la oportunidad de meterme en una sauna con un leñador peludo, testarudo, que me hacía reír y me revolvía el estómago de mariposas? Spoiler: nunca.
—No —dije con firmeza infantil—. Sauna. Caliente. Y con manojo de ramas de eucalipto. ¿Tienes?
—Sí —admitió, pero no se movió, como si aún dudara de mi estabilidad mental después del golpe en la cabeza.
Yo, por mi parte, ya no dudaba nada.
—Vamos, Iván, te ayudo.
—No —negó con la cabeza, tajante—. Ya me ayudaste bastante.
Y me lanzó esa mirada mezcla de “esto será un desastre” y “pero quiero ver cómo acaba”.
Perfecto. Caía en mi trampa.
Nunca en mi vida había visto cómo se preparaba una sauna. Y claro, yo insistí en ayudar, con una sonrisa angelical y un plan diabólico. No lo hacía solo por entusiasmo: todavía me escocía que hubiera fingido lo de la mano. Así que decidí vengarme. A mi manera.
Acto uno: el tronco.
Lo levanté con ambas manos, hice como que se me resbalaba y lo dejé caer sospechosamente cerca de su pierna.
—¡Uy, perdón! —canturreé.
Él saltó atrás justo a tiempo, resoplando.
“Uno a cero”, pensé, saboreando la victoria.
Acto dos: el balde.
Lo alcé con dramatismo, como si cargara el agua del Nilo, y al momento de verterlo… ¡splash! Catarata directa sobre sus botas.
—Ay, se me fue la mano —puse cara de mártir.
Él masculló un “mejor lo hago yo” y me arrebató el cubo.
“Dos a cero”, celebré por dentro.
Acto tres: el eucalipto.
Subí a la escalera balanceándome un poquito más de lo necesario.
—¡Ahhh! —grité, fingiendo perder el equilibrio.
Él corrió y me sujetó del codo justo a tiempo.
“Ajá, héroe. Caíste otra vez. ¿No que la mano te dolía?”
Iván me arrastró hasta la casa, me sentó en una silla y tronó:
—¡Siéntate aquí, por favor, y no te muevas!
Ese por favor sonó más a orden militar que a cortesía, y tuve que morderme el labio para no reírme en su cara. Vale, yo era la urbanita torpe en su relato… pero en el mío estaba ganando. Cada resoplido suyo era un punto más en mi marcador secreto.
—¿Y cómo piensas hacerlo con la mano dolorida? —pregunté con ojos de corderito inocente—. No puedo dejarte trabajar solo por mi capricho de baño, sería cruel.
Él me miró de reojo, y de pronto levantó la mano con un gesto ágil, cerrándola en puño, como boxeador listo para pelear.
—Cruel sería que me rompas otra cosa. Y la mano ya no me duele. ¿Ves? Perfectamente.
Abrí la boca, indignada.
—¡Ajá! ¿¡Me mandaste a ordeñar a Agripina pudiendo hacerlo tú?!
Él, con una calma que me sacaba de quicio, se encogió de hombros.
—Pero te gustó, ¿no?
Me crucé de brazos y bufé. Claro que tenía razón.
—Pues hazlo tú. Yo tengo cosas que preparar.
Me retiré con dignidad fingida a mi habitación y desplegué mi arsenal: exfoliante, mascarilla, crema corporal… Si iba a entrar a una sauna con Iván, iba a hacerlo como una diosa luminosa y perfumada.
Mientras tanto, Pek decidió que mi cama era el lugar perfecto para dormir la siesta.
—¡Fuera de aquí! —lo empujé inútilmente.
Él suspiró, se acomodó más y cerró los ojos.
—Vale, después cambio la ropa de cama —murmuré, vencida.
Un rato después, Iván apareció con una sábana en las manos.
—No tengo toalla grande —dijo, casi disculpándose—. Tendrás que secarte con esto.
—¿Y tú?
—Ya encontraré algo cuando sea mi turno.
—¿Tu turno? —arqueé la ceja.
—Primero te lavas tú, luego yo.
—No. Eso no sirve.
—Entonces voy yo primero.
—Tampoco. —Lo miré fijamente.
Él parecía a punto de pedir subtítulos para entenderme. Yo no pensaba confesar mi fantasía de sauna compartida, así que improvisé. Le mostré un bote de exfoliante.
—¿Y quién me dará esto en la espalda, eh? El vapor no es solo para sudar: ¡también es para la piel!
Guardó silencio un instante. Sus ojos brillaban con algo que no me atreví a descifrar. Al final, asintió.
—Bien. Habrá sauna.
—¿Y masaje?
—Habrá masaje —respondió con voz grave, casi melancólica.
Un escalofrío me recorrió la piel.
“¿Qué demonios me pasa?”, pensé. Estaba en medio del bosque, incomunicada, con un perro tamaño ternero y una cabra con delirios de reina. Y en vez de angustiarme por mi coche abandonado, lo que agradecía era haberme depilado antes del viaje. Mis piernas estaban suaves como la seda, y eso parecía más importante que la supervivencia.
Debería estar sufriendo, llorando mi desgracia, corriendo por el bosque como mártir. Pero no. Estaba feliz. Ridículamente feliz. Y planeando mi siguiente movimiento contra un leñador demasiado guapo.
—¿Lista? —la voz de Iván me arrancó de mis pensamientos.
—¡Por supuesto! —me puse en pie de un salto.
—Te advierto, dentro hay un calor infernal.
—El calor es salud —repliqué, desafiante.
Él sonrió, con esa ironía que me enloquecía.
—Mi trabajo era advertirte.
“Mi trabajo”… sí, claro.
Al acercarnos a la caseta, el aroma a eucalipto y madera ardiente me mareó de placer. Me envolví en la sábana y, cinco minutos después, Iván entró con una toalla en la cintura. Sereno, como si fuera a negociar tratados internacionales, no a encerrarse medio desnudo conmigo en una sauna del bosque.
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Editado: 26.10.2025