Mi querido leñador

Capítulo 29. Iván

Siempre me había considerado un hombre serio.
Un hombre que mide cada paso, cada palabra, cada gesto. La vida en el bosque me había enseñado que no hay espacio para improvisaciones tontas: si cortas mal un tronco, te partes la pierna; si calculas mal la leña, te congelas en invierno; si confías en la persona equivocada, acabas sin nada.

Pero Lisa… Lisa destrozaba todas mis reglas con la misma facilidad con que agitaba el pelo húmedo tras la ducha. Bastaba un gesto suyo, una mirada de esos ojos llenos de luz traviesa, para que toda mi lógica se fuera al diablo.

Y ahora, en medio de aquel calor abrasador, rodeado de vapor, con el silbido del agua sobre las piedras y el olor espeso a eucalipto… ahí estaba ella. Tumbada en el banco de madera, envuelta apenas en una sábana que resbalaba como por accidente, con la piel brillante de sudor y una sonrisa entre desafiante y juguetona.

Me exigía —¡a mí!— que le diera crema y masaje.

¿Cómo se suponía que debía mantener la cabeza fría?

Lo peor era esa sensación en mi cuerpo: un espasmo continuo, como si toda mi anatomía hubiera decidido convertirse en un solo músculo tensionado. No podía ubicar el punto exacto: ¿era en el estómago, más abajo, más arriba? Bah. Lo cierto es que era un nudo de deseo que me quemaba vivo.

Y entonces pensé: lo hace a propósito. Seguro. Una venganza sutil por lo de la cabra. Me arrastró a la sauna, me obligó a trabajar como su masajista personal y, de paso, me mostraba su cuerpo como quien juega con fuego.

—Estoy esperando —dijo, moviendo el trasero de forma tan provocativa que, aunque quisiera pensar que fue casual, no lo fue.

Tragué aire caliente como si eso me ayudara a apagar el incendio interno. Abrí el bote de crema con la misma cautela con que uno manipula dinamita y, con una concentración absurda, extendí un poco en su espalda.

Mis manos recorrieron su piel. Primero los hombros, luego la columna, intentando quedarme en territorio neutral. “Espalda, nada más”, me repetía. Pero sus gemidos suaves eran como golpes directos a mi autocontrol. Cada movimiento mío parecía arrancarle un suspiro, cada roce accidental en su cintura era un recordatorio de lo fácil que sería perder la cabeza.

Mi imaginación, esa traidora, ya no se conformaba con untar crema. Me mostraba escenas obscenas: mis manos bajando más, mi boca sustituyendo a mis dedos, su cuerpo arqueándose debajo del mío. Imágenes que me excitaban tanto que tuve que apretar los dientes y los puños para no dejarme llevar.

Y entonces, de repente, ella se incorporó.
—Ya está —dijo, con el pecho cubierto apenas por la sábana—. No aguanto más.

¿¡Cómo que ella no aguantaba más!? ¡El que estaba al borde del colapso era yo!

Me quedé con el bote en las manos, sujetándolo estratégicamente contra la toalla para ocultar mi estado. Recordé un consejo absurdo que había leído alguna vez: apretar los glúteos para desviar la sangre. Así que allí estaba yo, un leñador adulto, apretando las nalgas como un poseso, rezando porque funcionara.

—Lo pediste tú misma —alcancé a decir con voz ronca, intentando fingir calma.

Ella me miró con esa chispa traviesa en los ojos.
—Entonces continuemos. Ahora te toca a ti, yo te doy el masaje.

La miré, horrorizado.
—Vete ya, amante del extremo. Suficiente por hoy. —Le señalé la puerta con firmeza—. O te sobrecalientas, y luego tendré que estar contigo toda la noche.

En cuanto pronuncié la frase, me di cuenta de lo mal que sonaba. Vulgar. Torpe. Pero ella no protestó. Sus labios se curvaron en una sonrisa pícara y, sin discutir, obedeció.

Se levantó, roja, sudorosa, luminosa. Y salió envuelta en la sábana, con la dignidad de una reina que sabe exactamente el efecto que causa.

Cuando me quedé solo, me desplomé en el banco. El maldito bote rodó a un lado.

¿Qué me estaba pasando?
Yo, que había vivido tanto, que había tenido mujeres sin complicaciones, que siempre mantenía el control… ahora me sentía como un adolescente inexperto.

¿Miedo? Sí.
Pero no miedo de ella. Miedo de mí mismo.

Con Lisa intuía que no habría vuelta atrás. No podía verla como a las demás, no podía imaginar un encuentro rápido y olvidable. No. Con ella sería distinto. Ella era distinta. Y eso me aterraba más que cualquier oso en el bosque.

Me obligué a salir de la sala de vapor. Me metí bajo la ducha fría y dejé que el agua me golpeara como martillo. Quería limpiar no solo el sudor, sino también los pensamientos que me estaban consumiendo.

Respiré el aire helado, dejando que el frío me devolviera a la realidad. Una ráfaga cortante me hizo estremecer de pies a cabeza.
“Lo hice bien —me repetí—. Lisa es una buena chica. Gracias a ella tuve una Navidad de verdad, volví a sonreír, a sentirme vivo. No necesito complicarle más la vida; ya tiene bastante con la herida que le dejó su ex. Lo nuestro no tiene futuro. Mejor no abrir otra grieta.”

Pero la otra voz, la que no sabe de prudencia, rugía dentro de mí con furia:
“¿Y la señal? ¡La señal, Iván! ¿Acaso estabas ciego? Te respondió al beso, no se apartó. Te arrastró a la sauna, medio desnuda, riendo contigo, provocándote… ¿Qué otra prueba necesitas? ¿Un telegrama oficial? ¿Una paloma mensajera? ¿Un documento notariado que diga: ‘Proceda, tiene vía libre’?”

Intenté acallar ese grito, pero cuanto más lo hacía, más claro sonaba. Y lo peor era que, en el fondo, sabía que tenía razón.

Cuando entré en la casa, Lisa ya estaba allí.
Había preparado la mesa como si viviéramos en un campamento romántico improvisado: una tetera humeante, un jarrón con galletas, dos tazas.

—¿Quieres un poco de té? —preguntó, con esa voz suave que me desarmaba más rápido que cualquier arma.

—Con mucho gusto —dije, y lo sentí de verdad. Aunque detestaba aquel té de hierbas insípidas, en sus manos hasta el veneno me parecía aceptable.

Sonrió satisfecha. Se inclinó para servirme, y su aroma —esa mezcla de vapor, piel caliente y algo dulzón— me mareó.




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