Mi querido leñador

Capítulo 30. Lisa

Sí, me entusiasmé más de la cuenta con la sauna. Si no fuera por aquel calor infernal que parecía derretir hasta los pensamientos, habría seguido con mi pequeño juego de seducción, disfrutando de ver cómo se le tensaba la mandíbula a ese hombre salvaje que, por alguna razón misteriosa, había decidido comportarse como un caballero ejemplar.
“¿Y si no le atraen las mujeres?”, se me cruzó fugazmente por la cabeza, pero enseguida deseché esa idea absurda.

¡Por favor! Bastaba recordar cómo me había mirado.
Esa mirada… ardía. Me atravesaba sin tocarme, me hacía sentir expuesta y viva a la vez. Era como si su mirada me rozara, delineando en silencio algo que ninguno de los dos se atrevía a decir. No hacía falta contacto. Cada una de esas miradas era un roce invisible, una caricia eléctrica que me descomponía desde dentro.

Desafortunadamente, tuve que salir de la sauna: Iván insistió, con ese tono suyo que no admite discusión. Y tenía razón, claro. Si me hubiera quedado allí cinco minutos más, probablemente habría acabado desmayada en el suelo, como un pescado cocido en su propio jugo.
Aun así, fue maravilloso. Sentía una ligereza extraña, una alegría casi infantil, como si me hubiesen quitado de encima todas las capas de pretensión que llevaba años acumulando. No necesitaba actuar, ni fingir ser la mujer perfecta o la reina de Egipto.
Allí, entre el vapor, el olor a madera húmeda y el eco de nuestras risas, podía ser simplemente Lisa.

De pronto, no quise seguir coqueteando con él. No quise entrecerrar los ojos de forma teatral ni soltar risitas tontas ante bromas que ni siquiera tenían gracia. No quería fingir más.
Por alguna razón, fue precisamente aquí —en medio del bosque, entre el vapor y el aroma del eucalipto— donde me invadió un deseo nuevo, casi salvaje: el de ser yo misma. Sin máscaras, sin ese barniz de ironía o coquetería con el que solía protegerme.
Solo quería sentir. Mis emociones, mis deseos, sin filtros, sin miedo a parecer débil o ridícula. Aquí, todo debía ser real. Crudo, sincero, natural. Como la tierra húmeda bajo los pies o el fuego que crepitaba en la estufa.

No me importaba que fuera un hombre sencillo, sin un futuro brillante ni ambiciones de conquista. Lo deseaba igual. No, peor: lo deseaba como a nadie antes.
Nunca en mi vida mi corazón había dado un vuelco tan completo por alguien. Era como si, en lugar de sangre, algo espeso y dulce —melaza caliente— corriera por mis venas, empapando cada rincón de mi cuerpo con ese deseo denso que no se puede disimular.
Su imagen seguía grabada ante mis ojos: el cuerpo fuerte, los hombros anchos, las gotas de sudor deslizándose por su piel. Solo recordarlo me erizaba la piel, y una felicidad tibia, casi dolorosa, se expandía por todo mi ser.

Apenas lo conocía desde hacía cuatro días, y aun así sentía una necesidad absurda, física, de pertenecerle. Solo una vez, aunque fuera por una noche, quería saber lo que significaba perderse en una pasión sin freno.
Y mientras el calor de esa idea me subía al rostro, se me ocurrió un pensamiento doméstico, casi tierno: prepararle té y unas galletas. Ridículo, tal vez. Pero en mi cabeza sonó como una forma de cuidarlo, de acercarme sin invadirlo. Claro, habría preferido ofrecerle algo más elegante —un vino, un whisky, un brindis con clase—, pero en esta cabaña olvidada por el mundo no había más que té y migas de galletas.

Cuando Iván entró en la casa, yo ya tenía todo listo. El té humeaba, las galletas esperaban en un plato, y yo fingía una calma que no sentía.
—Siéntate —le dije, intentando que mi voz sonara casual.
Pero apenas ocupó su sitio, el aire entre nosotros se volvió espeso, cargado de algo invisible que vibraba como una cuerda tensada al límite. Traté de no mirarlo demasiado, pero mis ojos tenían voluntad propia: se deslizaban de sus brazos a los hombros anchos, del cuello húmedo al cabello despeinado, y cada vez que la luz de la lámpara resbalaba por su piel, una corriente eléctrica me recorría la espalda.

Quería tocarlo. Sentir su calor. Confirmar que era real.
Pero cada vez que nuestras miradas se cruzaban, retrocedía. Entonces fingía interés en la taza, o en las migas en el mantel, mientras mi corazón latía tan fuerte que apenas podía oír mis propios pensamientos. Aunque, siendo sincera, solo había uno: hazlo, Iván… solo da un paso, uno.
De rodillas habría querido rogarle que rompiera esa delgada frontera que nos separaba, esa línea invisible que dolía más que cualquier herida. Lo quería tanto, que maldije mi propia cobardía.
“Qué absurda y deliciosa tortura”, - pensé. Qué infantil parecía todo, y al mismo tiempo tan cargado, tan al borde.
Sentía que bastaba una palabra, un gesto, un movimiento en falso… y todo se derrumbaría, ardiendo como una chispa sobre gasolina.

—Gracias por un día agradable. —dije.

—Gracias a ti, tuve la Navidad más memorable de mi vida —respondió finalmente, con voz grave.
Me acerqué despacio, como quien camina en sueños. Lo abracé, y rocé su mejilla con un beso rápido, torpe, casi infantil. Esperé que me correspondiera, pero él se quedó quieto, inmóvil, las manos aún sobre la mesa. Ni un movimiento. Ni un respiro.
—Me voy a la cama —murmuré, y odié el temblor en mi voz.
Iván levantó la vista. Me miró como si quisiera decir algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta.

—Duérmete bien —dijo por fin, y esa simple frase sonó como una sentencia.
Casi gemí. Quería escuchar cualquier otra cosa. Quédate. No te vayas. Ven aquí. Algo.
—Gracias. Tú también. Bueno… ¿debo irme? —pregunté, aunque lo que quería era gritar: ¡no me dejes ir así!
—Vete —murmuró él, sin levantar la vista, observando las hojas de té que giraban lentas en su taza, como si en ellas pudiera esconder lo que realmente sentía.

Me quedé allí un segundo, sin moverme, esperando una señal. Pero no llegó. Así que me giré, con las piernas flojas y el corazón en llamas.
Cada paso era una pequeña humillación, una rendición silenciosa. Todo dentro de mí latía con una furia contenida: el orgullo herido, el deseo frustrado, la absurda esperanza que se negaba a morir. Tuve que reunir toda mi fuerza para no dar media vuelta, para no decirle lo que realmente quería. Al menos, quería marcharme con algo de dignidad.




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