A pesar de sus miradas cargadas de fuego, había un miedo latente en mí: temía que Iván siguiera comportándose como un iceberg milenario en la intimidad. Era un temor irracional, quizá una mezcla de curiosidad y de inseguridad, pero estaba ahí, latente, como un susurro que me provocaba mariposas y nervios a la vez.
Y descubrir que su temperamento era fogoso e incansable resultó ser una revelación más agradable de lo que podía imaginar. Era como encontrar un volcán dormido bajo un manto helado. Él lo tenía oculto, no porque no pudiera mostrarlo, sino porque elegía contenerlo. Esa contradicción me fascinaba.
Lo extraño era que él mantenía todas sus emociones bajo llave, como si temiera dejarlas escapar. ¿Para qué? ¿Qué riesgo hay en mostrar lo que uno siente en medio del bosque? Si estuviera en círculos de grandes empresarios —como mi jefe— donde no hay lugar para mostrar vulnerabilidad, lo entendería. Allí, poner la cara de póquer es parte de la supervivencia. Pero aquí… ¡en el bosque! En medio de la naturaleza cruda, lejos de cualquier escenario social, ¿por qué ocultar sentimientos? Me parecía extraño, casi contradictorio. Y esa duda se quedó flotando en mi mente como un eco que no lograba disiparse.
Aun así, mi alegría no disminuyó. No importaban las barreras internas de Iván. La atracción que surgió entre nosotros, repentina, como una chispa perdida en el aire frío del bosque, perforó no solo su armadura, sino también la mía. Tiré todo lo innecesario, todas las reservas, y lo elegí a él. Fue una decisión impulsiva, casi irracional, pero estaba segura: no me arrepentiría.
Aunque las relaciones casuales no eran lo mío, y sabía de antemano que no podríamos tener un futuro común, había algo liberador en rendirse a esa urgencia. Era como permitir que un río encontrara su cauce sin cuestionar adónde llevaría. Y, paradójicamente, una paz extraña se apoderó de mí, una sensación de plenitud que no había experimentado antes. Quizá he dado un paso que siempre temí dar… Era como si hubiera dado el paso más importante de mi vida.
Por la mañana desperté sofocada. El calor no provenía solo de la manta que me cubría, sino de una almohadilla térmica viviente junto a mí: Iván. Estaba recostada sobre su pecho, respirando su aroma: una mezcla intensa de madera, sudor y algo cálido, indefinible, que me atrapaba. La piel bajo mis dedos vibraba con una respiración profunda y pausada. Los recuerdos se filtraban como olas tibias: su mirada, la forma en que me tocó, cómo rompimos las reglas sin pedir permiso. Sonreí sin darme cuenta.
Esto… esto es diferente. No es solo deseo. Es algo más profundo.
Moviéndome un poco, quise volver a perderme en él… pero me detuve. Algo extraño rozó mi cara. Abrí un ojo y lo primero que vi fue una maraña de pelo y un hocico enorme. Mi corazón dio un salto.
—¡Maldita sea! —susurré para mí—. ¡Bastardo!
Pek, el perro, había entrado de nuevo en la habitación. No recordaba si la puerta había quedado abierta, pero ahí estaba, bajo la manta, empujándome hacia el borde de la cama y aplastando a Iván contra la pared. Apoyó su enorme cabeza entre nosotros, cerró los ojos y comenzó a roncar suavemente. Por un lado lo abrazaba yo, por otro él. Un atrevimiento absoluto, casi posesivo.
Me contuve para no reír a carcajadas. Era imposible no sonreír ante esa escena absurda y tierna.
Esto… es ridículo. Y perfecto.
Tratando de no despertar a los hombres dormidos, me levanté con cuidado, mordiéndome los labios. El calor del cuerpo ajeno seguía adherido al mío, y me costaba creer que hacía apenas unas horas habíamos estado consumidos por algo intenso, casi violento.
Iván murmuró algo en sueños, se giró y, sin ceremonia, apartó al perro con una mano fuerte. Peck resopló, gimió un poco y volvió a acomodarse. Era imposible no sonreír ante esa escena.
—Dios… qué lindos —pensé para mí—. Qué lástima no tener una cámara a mano. Sería una oportunidad perfecta… y un chantaje malicioso para mi querido leñador.
No pude contenerme y reí suavemente. El perro, como si entendiera, abrió los ojos somnolientos, me miró, meneó la cola con indiferencia y bostezó mostrando unos dientes impresionantes. Intentó levantarse, pero su propio peso lo traicionó.
—No te muevas, aún es temprano —gruñó Iván adormilado.
Pek gimió otra vez, intentó incorporarse, pero la mano de Iván lo empujó suavemente hacia atrás. Se revolvió como una serpiente incómoda hasta llegar al borde de la cama.
—Lisa —pronunció él con voz rasposa, aún medio dormido—.
El perro suspiró, se volvió hacia él, y con un lamido suave y húmedo le tocó la mejilla. Iván sonrió, como si despertara de un sueño dulce.
—¿Quieres más juego? —susurró él, entrecerrando los ojos.
—Y tanto —respondí entre risas—.
Iván abrió los ojos de golpe al escuchar mi voz. El perro, aprovechando la confusión, le lamió la mejilla otra vez.
—¡Oh, bastardo! —gruñó él, tratando de apartar al animal—.
Pek intentó saltar de la cama, se enredó en la manta y terminó cayendo sobre Iván. El sofá protestó con un crujido profundo. Una pata cedió y se vino abajo con un estrépito. El perro aprovechó la oportunidad para salir corriendo de la habitación, dejando atrás un desastre cómico y a Iván con los ojos abiertos de par en par.
No pude parar de reír.
—Muy gracioso —gruñó él tímidamente—. Por cierto, casi beso a mi propio perro, porque pensé que eras tú.
—Uno a uno, cariño —ronroneé, mientras recordaba la confusión que tuve con ese perro la primera noche.
Iván intentó levantarse, pero la segunda pata cedió también. El sofá se derrumbó definitivamente, crujió y expulsó varios muelles oxidados. Iván rodó hacia mí con una mezcla de risa y resignación.
—Se acabó, el sofá murió —dijo con fingida pena—. El anciano no soportó nuestra apasionante noche y violenta mañana. Tendré que comprar uno nuevo. Más fuerte, para soportar a los tres. ¡Y deja de reír!
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Editado: 26.10.2025