Mi querido leñador

Capitulo 33. Iván.

Fue un alivio inmenso cuando, por fin, las cucarachas de mi cabeza decidieron callarse.
Llevaban demasiado tiempo corriendo en círculos, gritando sobre lo correcto, lo prudente, lo moral, sobre el futuro.
Pero ya era hora de echarlas. O, al menos, de cerrarlas en algún rincón y dejarlas sin voz.

Dos adultos —ni santos ni idiotas, solo dos seres con cicatrices, cansancio y hambre de afecto— habían llegado a la misma conclusión: nos necesitábamos.
Ni promesas, ni etiquetas, ni “para siempre”. Solo esto, aquí y ahora.

¿Y qué podía estar mal con eso?
¿Por qué convertir lo simple en un dilema filosófico?

Por primera vez en mucho tiempo no quise analizar nada.
No quise pesar consecuencias ni buscar señales del universo.
Porque, en realidad, ¿qué importa lo que venga después, si el presente ya lo tiene todo?

Ese día declaré el cese definitivo de excavaciones mentales.
Decidí salir de mi propio laberinto y concentrarme en lo único que de verdad importaba: Lisa.

Ella estaba ahí, junto a mí, respirando, sonriendo, viva.
Y con eso bastaba para desarmarme por completo.
Me sentía ridículamente feliz, como un adolescente torpe al que por fin le dejan tocar la piel del misterio.
Cada gesto suyo me fascinaba: la forma en que se reía, el modo en que fruncía los labios cuando pensaba, cómo su cuerpo parecía guardar una música propia que solo yo podía oír.

Con ella, hasta las cosas pequeñas se volvían celebración.
Cada día a su lado era una fiesta secreta en medio del invierno.
Me descubrí riendo sin razón, hablando de cualquier tontería —de cabras, de trineos, del calentamiento global o de lo efímero que es el amor—, y todo cobraba sentido solo porque lo compartía con ella.

Eso era lo que me tenía perdido: su manera de hacer que lo cotidiano brillara.
Con ella no había máscaras ni frases ensayadas.
No tenía que fingir control, ni sabiduría, ni dureza.
Solo bastaba saber que estaba cerca.

Y, por primera vez, entendí que esa simple certeza era suficiente.

Desde aquella noche me despertaba con su calor pegado al mío, y me dormía sin soltarla, como si el contacto de su piel fuese la única prueba tangible de que lo bueno seguía existiendo.
Me convertí, sin notarlo, en un posesivo sin remedio.

—“Maníaco barbudo”, me llamaba ella entre risas, cuando la echaba sobre mi hombro y me la llevaba a mi habitación porque su sofá había muerto gloriosamente en acto de servicio.

Ella gritaba, pataleaba y fingía resistirse, pero sus carcajadas la delataban. No quería escapar.

A veces me detenía a mirarla así, despeinada, riendo sin filtros, con las mejillas encendidas, y pensaba que había olvidado lo que era eso: jugar.
No solo reírse, sino jugar de verdad.
Dejarse llevar, sin miedo a hacer el ridículo.
Volver a ser ese niño que uno entierra bajo la rutina y las obligaciones.

Había pasado años creyendo que madurar era endurecerse, volverse predecible, “responsable”.
Y de pronto, ella había llegado a desordenarlo todo: mis horarios, mis certezas, mi paz cuidadosamente fabricada.

Con Lisa podía permitirme lo que el mundo allá afuera me prohibía: la risa tonta, la pereza, la torpeza.
Podía dejar de actuar.
No era “el leñador callado” ni “el tipo que lo tiene todo bajo control”.
Era simplemente Iván.

Y eso, descubrí, era una forma de libertad.

Había olvidado lo bien que se sentía no tener que ser nadie más.
No competir, no demostrar nada, no seguir la carrera absurda que todos corren sin saber por qué.
Con ella, el mundo se reducía a lo esencial:
el fuego en la chimenea, el olor de la madera, el aullido del viento entre los árboles, el peso cálido de su cuerpo sobre el mío.

Y cuanto más me hundía en esa vida simple y serena, menos quería regresar a la otra.

Pensar en volver a la rutina —al ruido, al reloj, a las caras vacías— se me antojaba un castigo.
Casi con locura, imaginaba quedarme aquí para siempre.
Si Lisa quisiera, bastaría con no volver.
¿Para qué? ¿A qué?

Allá afuera, todo era repetición; aquí, todo era verdad.

Podía verlo con claridad:
la cabaña, la nieve cayendo sobre el tejado, Peck roncando junto al fuego, la cabra quejándose desde el corral.
Por la mañana, levantarme antes que ella, preparar el té, salir a cortar leña con el perro siguiéndome los pasos.
Luego verla aparecer medio dormida, envuelta en mi camisa, con esa sonrisa que derrite cualquier invierno.

Después, trabajar un poco, volver al atardecer, cenar algo sencillo… y amarla hasta quedarnos sin fuerzas.
Y al día siguiente, lo mismo.
Una cabra. Un perro. Un bosque. Y ella.

Nunca imaginé que la felicidad pudiera tener una forma tan concreta.
No hecha de promesas, sino de rutina cálida, de risas pequeñas, de silencios que no pesan.

Y lo más extraño era que no me asustaba esa idea.
Antes, “quedarme” habría sonado a derrota.
Ahora sonaba a victoria.

Porque, por primera vez, no quería más.

Me escuchaba con una mezcla de asombro e incredulidad, como si alguien hubiera cambiado el idioma de mis pensamientos.
Buscaba una trampa, un “pero”. No había ninguno.

Solo paz.
Una paz tan profunda que parecía venir del bosque mismo.
Me sentía claro, transparente, como el agua quieta de un pozo.
Dentro de mí había calor. Un calor que no quemaba, pero que llenaba todo.

Todo lo que era importante estaba aquí: junto a mí, alrededor de mí, dentro de mí.

Ya había levantado el pie para subir al porche cuando Lisa me tomó del brazo y me hizo girar.

—¿Qué pasa? —pregunté.

No respondió. Solo me miró.
Y esa mirada me atravesó como una ráfaga.
Fue como si alguien abriera una puerta invisible dentro de mí.
Sentí la piel erizarse, el pecho abrirse, y supe —sin entender por qué— que estaba viendo algo que nadie había visto antes.




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