Hoy me levanté de la cama de buen humor.
Mientras me vestía, sentí la mirada de Lisa clavada en mí. Seguía acostada, con la mejilla apoyada en la mano, observándome sin disimulo, con esa mezcla suya de ternura y descaro.
—Si sigues mirándome así —le dije, sin poder evitar sonreír—, la pobre cabra morirá de hambre y nosotros acabaremos peleados.
—¡Qué va! —respondió con fingida seriedad, señalándome con el dedo—. No puedes torturar así a la pobrecita… —y entonces, lentamente, pasó la punta de la lengua por sus labios.
Me congelé. Literalmente.
Durante un segundo, el mundo se detuvo: su gesto, su voz, el brillo travieso en sus ojos.
Y cuando recuperé el sentido, ya estaba sentado a su lado, besando su boca.
—¿Qué me estás haciendo? —alcancé a decir, sin aliento, cuando logré separarme apenas un instante.
—Nada —murmuró ella, parpadeando con fingida inocencia. Luego soltó una risa suave—. Anda, vete. La pobre Agripina se va a quedar afónica de tanto reclamarte.
Resoplé resignado y me obligué a salir de la habitación.
En la cocina, comencé a preparar la comida para la cabra, todavía con su sabor en los labios.
Un par de minutos después, Lisa apareció junto a mí, con el pelo desordenado y los ojos brillando de una idea repentina.
—Déjame ordeñarla —dijo de pronto.
—¿Tú? —solté una carcajada—. ¿Y estás segura de que ni tú ni la cabra saldrán heridas?
—No lo creo —replicó con una sonrisa luminosa—, pero quiero intentarlo de nuevo. ¿Y si funciona? Entonces podré presumir de ser una lechera certificada con experiencia comprobable.
—Lo único que vas a conseguir es un diploma en extremismo rural —le respondí, rodeándola con un brazo y besándola ruidosamente en la coronilla.
Un grito de indignación desde el corral nos recordó que la teoría de Lisa sobre la paciencia de Agripina tenía límites.
Ella soltó una carcajada, tomó las cacerolas y salió apresurada hacia afuera con mi camisa ondeando como una bandera roja.
La seguí con la mirada y pensé, sonriendo, que hasta una simple mañana podía volverse extraordinaria con ella cerca.
Justo cuando había mandado a Lisa a enfrentarse con la bestia de los cuernos —la muy noble Agripina—, de entre los arbustos apareció Georg, saltando como un vagabundo escapado del siglo pasado.
Llevaba unos pantalones raídos, unas botas tan viejas que ni para fregar el suelo servirían, una chaqueta de cuero del año de la polca y, para coronar el cuadro, una bolsa de plástico azul a cuadros, de esas que parecen gritar “emigrante de los noventa”.
Por alguna razón, mi estimado amigo decidió que, si yo vivía aquí como un neandertal en proceso de rehabilitación, él debía venir en modo mendigo solidario. Incluso dijo una vez que era “por coherencia terapéutica”. ¡Qué alma tan sensible!
Deberían habernos visto a los dos en la junta directiva: yo con barba y hacha en las manos, y él vestido como un extra de película campestre del siglo pasado.
La diferencia era que para mí ya era un estilo de vida; para él, un disfraz.
—¡Buenos días! —nos saludamos, y yo me apresuré a hacerlo entrar antes de que Pek, en un ataque de felicidad, lo tumbara al suelo.
Georg dejó caer la pesada bolsa con un ruido de paquetes, latas y botes tintineante. Dentro debía haber un pequeño supermercado ambulante. Pek se abalanzó de inmediato sobre el botín, convencido de que todo era para él.
—¡Fuera de aquí, tragón! —alcancé a agarrarlo del cuello justo a tiempo y lo empujé hacia la puerta—. ¡A pasear!
—¿Todo bien? —dije, comenzando el interrogatorio de rutina mientras cerraba la puerta—. ¿Qué hay de nuevo con las últimas ofertas?
—Todo va sobre ruedas —respondió, ya en modo ejecutivo—. Presionamos a Senich, y el contrato de suministros ahora es nuestro. Por cierto, cuatro días después de Año Nuevo llegan nuestros socios de Alemania, Hans y compañía. Quieren discutir nuevos proyectos para las aldeas ecológicas.
—Perfecto —asentí, sin mucho entusiasmo.
—Sí, todo listo, pero sería ideal que vinieras tú mismo a la reunión.
—Ni siquiera lo pensé. Lo resolverás tú —le dije, haciendo un gesto despreocupado con la mano.
—Iván, es importante —replicó, con ese tono mezcla de súplica y autoridad que solo él domina—. Quieren que tú decidas el proyecto personalmente.
Sonreí. Ya conocía la canción.
En cada visita, Georg intentaba arrastrarme de vuelta a la civilización, disfrazando su misión con palabras como “urgente”, “estratégico” o “decisivo”.
Y cada vez, con paciencia de santo, lo mandaba de regreso con las manos vacías.
Al principio refunfuñaba, luego acababa haciéndose cargo del trabajo, como el profesional que era. Y yo, mientras tanto, confirmaba con cada visita que había elegido bien a quién dejar al mando de la nueva filial.
No quería pensar en regresar. No todavía.
Aún me sentía bien aquí, como si el aire mismo me limpiara la cabeza. Especialmente ahora, en estos últimos días, desde que una rubia impredecible y encantadoramente testaruda había aparecido en mi cabaña y puesto mi mundo patas arriba.
—¿Y tú? —preguntó Georg, abandonando por fin su tono de ejecutivo—. ¿Cómo estás? ¿No has pensado en dejar este desierto?
—No —respondí sin dudar.
¿Cómo podría? Esto era mi pedazo de cielo en la tierra.
—¿Más tranquilo, entonces?
—Oh, sí. Imagínate: hasta recuperé mi sentido del humor. —Le sonreí con una media mueca.
—¿Y todavía no sientes la necesidad de un teléfono vía satélite? —preguntó con una ceja arqueada.
—No.
—Qué lástima —dijo con un suspiro teatral—. Porque te traje uno, por si acaso. Pensé que quizás querrías volver a disfrutar de los pequeños placeres de la civilización. Recordar que eres un líder de una multinacional, un hombre con dos títulos universitarios y modales decentes.
—Pues no, gracias —repliqué con calma—. No tengo el menor deseo de volver a ese rumbo, al menos por ahora.
#10 en Otros
#8 en Humor
#37 en Novela romántica
malentendidos y segundas oportunidades, amor prediccion, pueblo navidad
Editado: 26.10.2025