Quizá quería creer que tenía razón: que después de su partida todo volvería a su cauce, que la vida retomaría su ritmo y que Lisa quedaría en mi memoria como un buen recuerdo, una página bonita que hojeas de vez en cuando. Me esforzaba en imaginar ese final ordenado porque era menos doloroso que mirar la verdad de frente.
Pero en ese instante —ahora mismo— no había consuelo posible. Me sentía mal de una forma que no sabía nombrar: un mal físico, helado y extraño que me revolvía el estómago hasta dejarme con náuseas. Tenía la sensación de haber tragado algo amargo que no salía. Mis manos estaban frías pese al abrigo.
Pensé en lo que habría sido lo "correcto": salir corriendo, arrancar la puerta del coche, tomarla de las manos y decirle que no se fuese. Decirlo, aunque supiera que mi promesa no valdría mañana. Quizá eso habría sido un gesto honesto, visceral —feo y humano— pero al menos sincero. Sin embargo, no lo hice. Me quedé quieto, asentí con la cabeza y me hice a un lado. La dejé ir.
Ahora, al repasar esa decisión, no lograba discernir si fue un acto de prudencia o de cobardía. Me decía que la dejaba libre, porque no podía ofrecerle un futuro que no estaba dispuesto a compartir; que no quería arrastrarla a un lugar donde yo no podía prometerle estabilidad. Me convencí de que la libertad, aunque doliera, era mejor que la mentira. Pero también se asomó la voz más mezquina: la que admite que era más fácil no luchar, que era más cómodo sostener el silencio que enfrentarme a pedirle algo que tal vez yo mismo no quería dar.
Lo peor es que ambas versiones pueden ser verdad a la vez. Tal vez la dejé ir por amor —por no hacerle promesas vacías— y tal vez la dejé ir por miedo —por no querer que me viera temblar cuando las cosas se pusieran feas. Me costaba admitirlo. Me costaba aceptar que mi acto de “protección” probablemente tuvo el mismo peso que un abandono.
Mientras la veía alejarse, comprendí otra cosa: no era solo mi decisión la que contaba, sino la forma en que la tomé. Podía haber sido bruto y sincero, haberle explicado el porqué. En vez de eso, elegí la ruleta del silencio. Y ese silencio ahora retumba dentro de mí, un martilleo persistente que me recuerda con cada latido lo que perdí.
Sin embargo, en medio de la espesa culpa y la vergüenza, algo diminuto se resistía a apagarse: una chispa de esperanza absurda. Me dije que quizás esto no sea un cierre absoluto, que las historias no siempre se queman del todo en una mañana fría. Que quizá, en algún momento, si nos cruzamos de nuevo, podré mirarla sin máscara y conversar sin miedo. No sé si eso será cierto —quizá era solo un autoengaño para aliviar la herida—, pero me aferré a esa posibilidad, porque la sensación de haber cometido la estupidez más grande de mi vida era peor.
La dejé ir. Sé que, al hacerlo, me quedé con las manos frías, la voz rota y un ruido sordo en el pecho que no se callaba. Y mientras el coche se alejaba, supe con una claridad dolorosa que, aunque la distancia nos separara, algo en mí había cambiado para siempre.
De nuestras conversaciones sabía que se había separado de su novio porque él nunca tenía tiempo para ella, porque siempre había algo más urgente, más importante, más prioritario que ella. Su trabajo lo devoraba todo, hasta lo que quedaba de su amor.
Y lo terrible era que, en el fondo, yo no era diferente.
Podría fingir lo contrario, pero sabía la verdad: también era un hombre así. Alguien que, una vez de vuelta en la ciudad, en mi mundo real, se dejaría arrastrar por esa maquinaria sin alma que llamamos éxito. No habría espacio para tardes tranquilas, ni para risas en la cocina, ni para una mujer que me esperara junto al fuego.
Yo también elegiría el trabajo. Como siempre.
Era aquí, y solo aquí, en medio del bosque, donde podía permitirme la ilusión de ser otro. Aquí era libre, salvaje, dueño de mis horas. Pero sabía que todo aquello era una tregua, un paréntesis. Una especie de vacaciones del mundo, y de mí mismo. Muy pronto tendría que regresar a la vida de la que había huido: la de los contratos, los vuelos, las reuniones interminables y los días vacíos.
Y Lisa… ella no merecía ser solo un paréntesis.
Por eso la dejé marchar. O, al menos, eso me repetí para poder soportarlo.
Mientras Georg y yo intercambiábamos un apretón de manos, ese gesto mecánico entre hombres, vi a Lisa sentarse en el coche. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en el parabrisas, como si intentara hipnotizar el vidrio, borrarse del momento, no sentir. No volvió a salir. Solo me hizo un leve gesto con los dedos cuando el Jeep arrancó y su Nissan comenzó a moverse detrás, obediente al tirón de la cuerda.
El idiota de Pek lo tomó por un juego.
Corrió tras ellos con entusiasmo, las patas chapoteando sobre la nieve, ladrando como si esperara que ella bajara a abrazarlo. Lo miré y casi envidié su ingenuidad: al menos él todavía creía que todo podía arreglarse con una carrera y un ladrido.
Los coches se alejaron pronto, tragados por la curva blanca del camino. Pek se detuvo, jadeante, con las orejas erguidas y la cola tensa. Esperó unos segundos, como si aún creyera que volverían.
Pero no volvió nadie.
Se volvió hacia mí al fin, con los ojos brillando de una confusión muda.
—Vámonos a casa, Pek —murmuré.
Mi voz sonó áspera, extraña incluso para mí.
El perro dudó unos instantes, luego trotó hacia mí, con pasos cautelosos, pegándose a mi pierna como si temiera quedarse solo. Lo observé y no pude culparlo.
Era un cobarde entrañable, a pesar de su tamaño y de sus colmillos enormes. Pero en ese momento, su miedo era también el mío.
Yo también era grande, fuerte y, en teoría, invulnerable… y sin embargo, la duda me aplastaba, como si alguien hubiera puesto una piedra sobre mi pecho. Sentía el miedo filtrarse bajo la piel: un miedo irracional, denso, que no sabía de dónde venía, pero que se extendía por todo mi cuerpo. Era la sensación absurda de haber hecho algo irreparable.
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Editado: 26.10.2025