Mi querido leñador

Capítulo 37. Iván.

Para no pensar en Lisa, me lancé al trabajo con una energía casi violenta. Había que mantener las manos ocupadas, porque si se quedaban quietas, los recuerdos las llenaban.
Desmonté la bolsa que me había traído Georg y encontré el teléfono.
—Ah, Georg… siempre tan previsor —murmuré, esbozando una media sonrisa amarga—. Dejaste el teléfono por si cambiaba de opinión, ¿eh?
Pero no había nada que cambiar. No ahora.

Salí al patio y empecé a poner todo en orden, aunque ya estaba ordenado. Por alguna razón absurda, moví la pila de leña una y otra vez, como si reacomodarla pudiera traerme calma. Luego fui al granero, lo barrí hasta que el suelo brilló. Limpié herramientas que no lo necesitaban, arreglé la escalera al sótano, apreté tornillos invisibles, enderecé clavos que ya estaban rectos.
Cuando por fin me detuve, me quedé quieto, mirando sin ver. Me rasqué la cabeza, respiré hondo y salí otra vez a la calle.

Agripina trotaba detrás de mí, feliz, y de un empujón casi me tumbó al suelo.
—¿Qué pasa, Agripina? —pregunté, esbozando una sonrisa cansada—. ¿También la echas de menos? Tu amiga del alma se ha ido.
La cabra me observó con su expresión inescrutable, bostezó y siguió a lo suyo, como si mi dolor fuera algo sin importancia.
Supongo que, para ella, lo era.

Al día siguiente, obedeciendo un impulso repentino, fui a su habitación.
Allí, donde Lisa había dormido casi una semana entera, escondida bajo una manta áspera que olía al perro y al humo de la leña, donde se escuchaban antes sus risas, sus pasos, sus pequeños suspiros al amanecer.
El cuarto era el mismo… pero ya no lo era.
Todo estaba en su lugar —el sofá roto, la ventana empañada, la taza olvidada en el alféizar— y aun así, algo esencial había desaparecido.
El aire se había vuelto más denso, como si se negara a circular.
La luz que entraba por la ventana no tenía brillo; parecía una sombra de sí misma.
Era una casa sin alma.
Y en medio de aquel vacío, el sofá me miraba como un testigo silencioso de todo lo que había ocurrido, recordándome que aquí, precisamente aquí, había perdido la cabeza y el corazón.

Solo faltaba ella.
La más importante.
La chica de los ojos que brillaban incluso en la oscuridad, del cuerpo que me había enseñado otra forma de respirar.
Mi sueño.
Mi condena.

Los recuerdos llegaron sin pedir permiso, uno tras otro, atropellándose entre sí.
Aquí estaba ella, huyendo de mí con sus tacones, tropezando en el camino.
Allí, riendo tumbada junto a la cabra, con la nieve pegándosele al pelo.
Luego, sobre mí, en la nieve, besándome con ese fuego que derretía todo lo que tocaba.
Después, en la sauna, envuelta apenas por una sábana, riendo como una niña traviesa.
Y aquí, en este sofá, mirándome a los ojos antes de entregarse por completo, como si el mundo se acabara al amanecer.

-La voy a extrañar. – dije en voz baja.
Pero ya la extrañaba. Como si se hubiera llevado algo más que su cuerpo y su risa; se llevó mi centro, mi calma, la ilusión absurda de que podía seguir solo.
Una ladrona pequeña, dulce, perfecta.
Una ladrona de corazones que ni siquiera lo intentaba.

Me dejé caer en el sofá roto, que crujió bajo mi peso.
Me froté el cuello, cansado, y cerré los ojos.
No quería admitirlo, pero no podía dejarla ir.
Ella seguía aquí. No en la casa —esa ya no le pertenecía— sino dentro de mí, viva, ardiente, imposible de arrancar.
Mi Lisa.

Y lo más ridículo era que no sabía casi nada de ella.
Ni su apellido, ni su número, ni siquiera la matrícula de su coche. Era tan idiota, que no siquiera me fijé en este detalle.
Nada.
La tuve entre mis brazos, pero nunca me preocupé saber algo, para encontrarla.
Qué ironía tan absurda: podía recordar el sabor de su piel, pero no el número de su matrícula. Soy un tonto. Un cobarde que dejó escapar lo único verdadero que tuvo en años.

En un rincón del armario, algo azul sobresalía de un montón de ropa vieja.
Tiré de ello y saqué una falda, la misma que llevaba el día que nos conocimos.
Tan ligera, tan llamativa…
La recordé bajando del coche, con esa falda azul que bailaba al viento, las botas altas, el cabello suelto, el perfume a ciudad.
Y ahora, la veía marcharse despeinada, con mi camisa de cuadros bajo su abrigo de piel y los ojos nublados de tristeza.
Qué contraste cruel.
Esta camisa sería todo lo que le quedaría de mí: el recuerdo del forestal barbudo que no supo entender a tiempo lo que realmente importaba.
Y todo lo que me quedaba de ella era esta falda mordida por Agripina.
Una reliquia absurda y triste.
Mi trofeo de pérdida.

Pasé otra noche sin dormir. Daba vueltas en la cama, miraba por la ventana, escuchaba el viento entre los árboles.
Cada rincón de la casa la evocaba.
En el silencio, podía oír el eco de su risa, o tal vez era solo mi mente jugando a torturarme.
Y cuanto más pensaba, más entendía: mi soledad, esa que siempre había defendido como una virtud, de pronto se volvió una enfermedad.
Antes, la calma del bosque me curaba; ahora, me asfixiaba. Sin Lisa, el silencio ya no era paz, era vacío.

Con una claridad dolorosa supe que mi retiro había terminado.
El bosque ya había hecho su parte, me había mostrado mis límites y mis cicatrices.
Pero también me había mostrado que aún podía sentir, aún podía desear, aún podía amar.
Y eso significaba que debía volver a la vida.
Volver al ruido, a las calles, al mundo de que una vez hui. Porque ahora quería vivir, simplemente… o buscar a Lisa.

Cuando amaneció, no había dormido mucho, pero me sentía extrañamente sereno.
Como si algo dentro de mí —la parte que aún creía en el destino— se hubiera resignado.
Me levanté, encontré el teléfono que Georg había traído y marqué el único número guardado.




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