A la salida de la gasolinera me detuve, aunque el motor seguía encendido, haciendo un murmullo constante que llenaba el silencio como un pensamiento que no quería irse.
Frente a mí, la carretera se dividía en dos: a la izquierda, el camino hacia la ciudad, hacia mi vida anterior; a la derecha, una estrecha senda que se perdía entre el bosque.
Sabía bien cuál debía elegir. Pero mis manos, aferradas al volante, dudaban.
“Nadie me espera allí.” - pensé, con una mueca amarga.
Recordé la facilidad con la que me había dejado ir. Ni una palabra, ni una súplica, ni siquiera un intento por retenerme. Fue como si mi partida no le importara. Y quizá era verdad. Tal vez para él todo había sido tan efímero como una nevada que se derrite al amanecer.
A la izquierda estaba lo lógico, lo correcto.
A la derecha… lo imposible.
Miré ese desvío oculto entre los árboles como se mira una herida que aún sangra.
Allí estaba él, aunque no lo viera. Allí seguían las risas, el olor del humo, el calor de una presencia que me había cambiado sin prometer nada.
Quise girar. Quise regresar, pedirle una explicación, o simplemente verlo una vez más. No para quedarme, sino para entender por qué me dolía tanto irme.
Pero enseguida me reí de mí misma, con esa risa amarga que sale cuando una intenta convencerse de que todo fue una tontería.
Qué absurdo.
Con la cabeza lo sabía: no había historia, ni destino, ni promesas. Solo una aventura fugaz, un accidente del corazón.
Una anécdota que con el tiempo se contaría entre risas, durante una cena con amigas, o tal vez dentro de muchos años, cuando me mirara al espejo con el cabello gris y recordara el invierno en el bosque como una rareza luminosa.
Y sin embargo…
No podía sacarlo de mi mente.
Su rostro seguía ahí, nítido, como si lo viera reflejado en el parabrisas: la barba descuidada, la mirada que parecía comprender sin preguntar, la voz grave que aún resonaba en mis oídos.
Lo extrañaba ya, y eso me enfurecía.
—Maldita sea —susurré, y giré el volante hacia la izquierda.
Las ruedas obedecieron, pero el corazón no.
Apreté el acelerador con rabia, como si la velocidad pudiera borrar lo que había pasado. La carretera se abrió frente a mí, ancha, indiferente, y el cielo gris parecía burlarse de mi pequeña tragedia.
Tenía que volver a mi vida. A lo conocido. A la ciudad ruidosa donde todo tiene nombre, horario y propósito.
El paisaje pasó a toda velocidad: gasolineras, postes, campos helados. Todo parecía igual que antes, y, sin embargo, yo ya no era la misma. En el retrovisor, el bosque se hacía cada vez más pequeño, una mancha oscura en el horizonte, un pasado que se negaba a borrarse del todo.
Intenté imaginar cómo sería su día ahora, sin mí.
Quizá estaría cortando leña, con ese gesto concentrado y silencioso que tanto me hipnotizaba.
Quizá ni siquiera pensaba en mí.
Pero, ¿de qué servía imaginarlo? Apreté más el volante, como si de ese gesto dependiera mantenerme entera. El asfalto se alargaba frente a mí, gris, interminable. Pero pronto la carretera empezó a llenarse de luces, de carteles, de movimiento.
El regreso a la civilización.
Por la tarde ya estaba de vuelta en casa.
El silencio me recibió como un eco vacío, sin calor ni bienvenida.
Lo primero que hice fue enchufar el teléfono, como si volver a tener batería significara volver a la vida de antes. Después, sin pensarlo demasiado, me metí en la bañera. Necesitaba lavarme.
Lavarme la piel, pero, sobre todo, lavarme la memoria.
El agua caliente y las sales perfumadas comenzaron a envolverme. La espuma subía ligera, como una nube domesticada, y por un momento creí que podría relajarme, dejar la mente en blanco.
Pero el cuerpo tiene su propia memoria, y no obedecía. Apenas cerré los ojos, lo sentí otra vez: el roce áspero de sus manos, el calor de su respiración en mi cuello, el peso invisible de una mirada que todavía me quemaba por dentro.
Me incorporé bruscamente, salpicando agua fuera de la bañera.
—¿Qué pasa conmigo? —susurré, furiosa.
No tuve tiempo de responderme. El teléfono vibró sobre el lavabo. Era Boris.
Contesté sin pensar, todavía envuelta en vapor y confusión.
Su voz sonó como siempre: segura, práctica, completamente ajena a todo lo que me había pasado.
—Lisa, al fin. No me has escrito en toda la semana. Entiendo, que estabas enfadada. Escucha, el viaje fue un éxito. Mañana tenemos la presentación del proyecto, así que deja de hacerte la tonta y vuelve a casa —ordenó, sin una pausa.
No había ni un “¿cómo estás?”, ni una nota de preocupación. Solo el mismo tono que usaba con sus empleados.
—No —respondí, sin vacilar.
—¿Cómo que no? —Su voz se tensó—. Lisa, no empieces. Ya sabes que este proyecto es importante para mí.
—Precisamente por eso —le interrumpí—. Porque todo es siempre importante, menos yo.
No pienso ser tu acompañante muda, ni tu segundo plano decorativo. Si no puedes dedicarme ni un día, si no te importa lo que quiero o cómo me siento… entonces no hay nada más que hablar.
Y colgué.
Durante un instante, el silencio fue absoluto.
Luego el corazón empezó a golpearme en el pecho con violencia.
Me enfadé conmigo misma, con Boris, con el leñador, con el mundo entero.
Quise volver a mi vida normal, a la de siempre, a esa rutina que antes me parecía segura.
Pero ya no podía.
Por más que lo intentara, seguía ahogándome en los recuerdos: el olor del humo, la nieve cayendo sobre el techo, la risa de Agripina, sus manos, su voz, su calma.
Todo volvía una y otra vez, como una marea que no entiende de órdenes ni de orgullo.
—¡Esto es ridículo! —exclamé, hundiéndome hasta el cuello en el agua.
Me quedé un rato largo en la bañera. Era curioso: cuanto más se iba el calor, más claro se volvía todo. No amaba a Iván, no podía amarlo… y, sin embargo, algo en mí se negaba a soltarlo del todo.
Quizá no era amor, sino esa absurda mezcla de ternura y pasión que te deja un momento que no debería haber pasado y, sin embargo, pasó.
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Editado: 26.10.2025