Cuando llegó Georg, le pedí que me dejara conducir. Necesitaba tener algo entre las manos, algo que me obligara a mirar al frente, a no pensar. El ruido del motor y el zumbido de los neumáticos eran una excusa perfecta para acallar lo que me rugía dentro. Pero ni siquiera eso funcionó.
Y me enfadé. De verdad.
Porque, por más que lo intentara, no podía dejar de pensar en Lisa. No podía convencerme de que había hecho lo correcto, de que dejarla marchar era lo que debía hacer. Cada vez que me repetía que así era mejor, algo dentro de mí se revolvía con una rabia sorda, como si no aceptara esa versión. Era una sensación repugnante: esa mezcla de orgullo herido y vacío que te deja la certeza de haber actuado bien… y aun así sentirte un imbécil.
Me sorprendí buscándole lógica a todo, como si necesitara justificarme ante un juez invisible. Me decía que había actuado con prudencia, que no debía mezclarme, que lo nuestro no podía ser nada más que un accidente. Pero, cuanto más trataba de explicármelo, más claro veía que no estaba convencido.
Tenía la amarga impresión de estar al borde de un error enorme.
¿Pero cuál?
Nos habíamos conocido por casualidad. Ella apareció en mi vida como una ráfaga de viento, trastocando el orden que había construido a base de soledad. Fue un encuentro breve, una historia sin promesas, que aceptó ella; y lo que ocurrió entre nosotros —me decía— no fue más que una consecuencia natural de la cercanía, del aislamiento, del deseo. Nada más.
Intentaba reducirlo todo a biología, a instinto, a esa chispa que se enciende entre dos personas y se apaga cuando llega el amanecer. Me decía que ella había estado vulnerable, confundida, que buscaba consuelo. Que se dejó llevar por el momento, por la adrenalina, por el contraste entre su mundo y el mío. Y yo, que no soy de piedra, simplemente respondí.
Eso era lo que quería creer.
Pero en el fondo sabía que no era tan simple.
Había algo en su forma de mirarme —esa mezcla de curiosidad y desafío, de ternura y valentía— que se me había quedado grabado, como una astilla bajo la piel. Me costaba admitirlo, pero lo sabía: no era solo deseo. Y reconocerlo era insoportable.
Después de todo, en su mundo, un tipo como yo no encajaba. Para eso tenía a su novio. Si me viera en su entorno, entre sus amigos, en su círculo, incluso en esta ciudad… ¿me reconocería siquiera? Lo dudaba. Seguramente pasaría de largo, con esa sonrisa cortés que se le da a los desconocidos.
Por eso no podía permitirme pensar en ella más de la cuenta. Por eso resistí. Porque, desde el principio, supe que ese era el final inevitable.
La dejé marchar para no mentirnos, para no prolongar algo que no tenía futuro.
Hice lo correcto. Eso era lo que debía repetirme, una y otra vez.
Lo nuestro era simplemente magia del bosque.
Inspiré hondo, apreté las manos en el volante y hundí el pie en el acelerador. El rugido del motor llenó el silencio, pero no lo suficiente para tapar la voz de mi conciencia, que seguía repitiendo, tozuda y baja:
“Si todo fue tan correcto… ¿por qué duele tanto?”
—¡Eh! ¡Todavía quiero vivir! —protestó Georg, aferrándose al asiento cuando sintió la velocidad aumentar.
—No te preocupes, todo está bajo control —respondí, forzando una sonrisa que ni yo creí.
El aire helado entraba por la rendija de la ventanilla y me despeinaba, pero aun así no lograba enfriar el torbellino que llevaba dentro.
“¿O tal vez no se trata de Lisa?” —pensé, mientras la carretera se estiraba como una línea infinita frente a nosotros—. “¿Quizás es solo el encierro, el maldito silencio del bosque, lo que me ha dejado así de revuelto? Tal vez, cuando regrese al trabajo, cuando vuelva a ser yo, todo esto pase. Quizás vea a Mila, hable con ella y me ría un poco… y todo esto —Lisa, el bosque, el fuego, sus ojos— se disuelva como un mal sueño.”
Intentaba convencerme de eso y casi sonaba razonable.
Casi.
Después del regreso, la rutina cayó sobre mí como una avalancha. Los problemas, las reuniones interminables, los correos sin responder, las llamadas a cualquier hora… todo volvió a ocupar su lugar. Y, en cierto modo, lo agradecí.
Era justo lo que necesitaba: ruido, movimiento, distracciones.
De hecho, me sentía casi feliz de ver cómo los pensamientos sobre Lisa se iban desvaneciendo, empujados por la marea del día a día.
El trabajo, los amigos, mis padres, los compromisos… todo reclamaba su cuota de atención. Y yo se los di con gusto. Cada reunión, cada conversación trivial, cada vaso de vino compartido con algún socio, era una forma de convencerme de que había recuperado el control.
Todo ahora lo miraba con otros ojos, con otros sentimientos, con otras perspectivas.
Y entonces estaba Mila.
Con ella todo parecía, en teoría, fácil: teníamos historia, compatibilidad, comprensión. Llamé a Mila y concerté una cita. Antes, le pedí a mi secretaria que comprara y le enviara un regalo caro en mi nombre. No nos veíamos desde hacía casi cuatro meses, y nuestra última conversación había terminado con ella diciéndome que necesitaba “espacio”. Un eufemismo que, en su idioma, significaba “otro hombre”.
Supuse que un collar de rubíes podría servir de puente para reabrir la puerta. Y, al parecer, funcionó.
Cuando llegué, me recibió en el umbral, elegante y segura, luciendo la joya con una sonrisa estudiada. A juzgar por cómo se movía —las caderas lentas, la voz baja, la mirada medida—, el regalo había cumplido su propósito.
—¿Impresionante, verdad? —dijo, tocando la piedra que colgaba de su cuello.
—Sí, aunque tú eres mucho más impresionante —respondí, acercándome.
Busqué algo en sus ojos. No sé qué exactamente: deseo, sinceridad, tal vez una chispa de lo que alguna vez sentí por ella. Pero no había nada. Solo la luz de las gemas reflejándose en su mirada vacía.
Mila sonrió y me abrazó. Me habló con ternura ensayada, con palabras que sonaban más a recuerdo que a verdad. Y, aun así, la dejé acercarse.
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Editado: 26.10.2025