Mi querido leñador

Capítulo 40. Iván

Aunque hasta el último momento no me atrevía a ir a buscar a Lisa.
Temía que me hubiera olvidado, que hubiera vuelto con su novio, que mi presencia le resultara incómoda, inoportuna… casi ridícula. Dudaba, me debatía entre la razón y el impulso, entre el orgullo y ese deseo torpe de volver a verla, aunque solo fuera un instante.

Durante días busqué excusas para no hacerlo. Me convencía de que era mejor así, que el tiempo borraría lo que sentía, que lo nuestro no había sido más que una ilusión nacida del encierro, del bosque, del silencio.
Pero hubo algo que rompió esa resistencia.

Sucedió en la fiesta de cumpleaños de Hans.
El salón estaba lleno de luz, de risas, de copas tintineando, de conversaciones huecas que apenas escuchaba. Y entonces lo vi.
Hans, mi socio alemán, hablaba con un brillo distinto en los ojos mientras rodeaba la cintura de su esposa. No fue el gesto lo que me llamó la atención, sino su voz.
Suavemente, casi con reverencia, le decía que cuando estaba junto a ella, todo parecía adquirir otros colores; que el mundo se volvía más real, más nítido, más soportable. Que sin ella todo perdía su sentido.
—La vida sin ti no tiene sabor —dijo riendo—. Es como una sopa sin sal.

Los presentes celebraron la frase con bromas y brindis, pero yo me quedé quieto, con la copa en la mano, incapaz de reír.
Hans levantó su copa y añadió, con una sinceridad que me desarmó:
—Estoy muy agradecido a Dios por haberme dado este regalo: conocer el amor.
—Y yo estoy agradecida de que tú decidieras luchar por ese amor —respondió su mujer, besándolo en la mejilla.

Y entonces todo encajó. Un matrimonio puede ser algo más que una inversión y cooperación.
No fue una revelación grandiosa, sino una certeza silenciosa que me golpeó con una claridad insoportable. Entendí cada una de sus palabras, cada mirada, cada pausa. Comprendí lo que significaba sostener el mundo con una sola presencia de la mujer amada. Porque eso era exactamente lo que sentía cuando Lisa estaba conmigo.
A su lado, el aire parecía distinto. Las cosas más simples —una palabra, un gesto, una respiración compartida— adquirían un peso y una belleza que antes no conocía.

Salí casi corriendo de la celebración, con el pecho apretado. Yo, por mi propia estupidez, había dejado ir a la mujer de mi vida.

Aparqué el coche frente al edificio de mi apartamiento sin pensar, ni siquiera lo metí en el garaje. Corrí escaleras arriba, abrí la puerta... y me quedé paralizado.
Desde el salón llegaba una voz que reconocí al instante.
Mila.
¿Qué diablos hacía allí?
Le había dejado todo claro: no más visitas, no más encuentros, no más nada.

Sonia, mi asistenta, apareció en el pasillo, con una toalla al hombro y su sonrisa cómplice.
Llevé un dedo a mis labios.
—Shhh… —susurré.
Ella asintió y se recostó discretamente contra la puerta del salón, bloqueándola con su cuerpo robusto. Le agradecí con una mirada y me escabullí hacia el dormitorio. No quería hablar con Mila ni verla.

Mientras el agua de la ducha caía sobre mí, pensé en lo mucho que le debía a Sonia. Había estado conmigo desde la infancia, mi aliada y mi refugio en todas las tormentas. Me había salvado de los castigos de mis padres y de las eternas discusiones con mi madre, que aún insistía en que era hora de casarme y darle nietos.
Pero esta vez, ni ella podría salvarme.

Cuando salí del baño, aún con el vapor pegado a la piel, la vi.
Mila estaba allí, en mi cama, tendida boca abajo, con las piernas cruzadas y una sonrisa cuidadosamente ensayada. La sábana blanca contrastaba con su lencería negra: un cuadro perfecto de provocación. Por un segundo me quedé quieto, entre la risa y el enfado. Todo en aquella escena me pareció ridículo, como una mala parodia de lo que alguna vez fuimos.

—¿Qué haces aquí, Mila? —pregunté finalmente, con el tono seco de quien ya no está dispuesto a fingir.
Ella se giró lentamente, como si cada movimiento formara parte de una coreografía estudiada, y levantó una bolsa de Gucci.
—Tu madre y yo fuimos de compras. Me pidió que te dejara esto —dijo, arrastrando las palabras con esa voz dulce que antes me resultaba atractiva y ahora me sonaba vacía.
—Podrías haberlo dejado con Sonia —repliqué, cruzándome de brazos—. No tenías por qué subir a mi dormitorio.

Mila frunció la nariz con coquetería, ladeando la cabeza.
—¿Ha pasado algo? ¿O mi tigre está de mal humor hoy?
El apodo me golpeó como una bofetada. Era el eco de una intimidad muerta, una farsa que ahora solo me causaba rechazo.
—Mila —dije, con un suspiro que me supo a cansancio—, deja de llamarme con nombres zoológicos. Ya sabes que no lo soporto. Y levántate. No deberías estar en mi cama.

Ella fingió sorpresa, soltando un leve “oh”, pero lo vi en sus ojos: sabía perfectamente lo que hacía.
Antes de que pudiera alejarme, se levantó de un salto y en segundos estaba frente a mí. Tan cerca que el aire se volvió espeso. Su perfume —una mezcla empalagosa de vainilla y flores sintéticas— me envolvió y me dio náusea.
Apoyó una mano en mi hombro y susurró:
—Puedo ayudarte a relajarte. Sé cómo hacerlo.

Su voz era un guion aprendido, una seducción de catálogo. Y por primera vez no tuve que fingir indiferencia: simplemente no sentí nada.
Ni deseo, ni curiosidad, ni culpa. Solo un vacío limpio, casi liberador.

—No estoy cansado, así que no necesitas ayudarme —dije con frialdad.
Retiré su mano con firmeza y decidí ser más claro.
—Mila, te lo diré una vez. Entre nosotros todo se acabó. No te quiero. Y parece nunca te amaba como merecías, eso ya pasó y no quiero seguir fingiendo los sentimientos que no hay entre nosotros.

Las palabras salieron despacio, pero con una claridad que me sorprendió.
Fue, quizá, la primera verdad limpia que pronuncié en semanas.




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