Al día siguiente, lo primero que hice fue llamar a Den, mi jefe de seguridad.
No lo pensé demasiado: el impulso fue más rápido que la razón, más fuerte que cualquier lógica. Le pedí que viniera a verme personalmente, y al instante sentí un extraño alivio al imaginar su porte rígido y la disciplina casi militar que imponía solo con estar presente. Su sola figura me devolvía, por un instante, la sensación de control que había perdido.
Cuando entró en mi despacho, le entregué un papel doblado en cuatro. La matrícula del coche de Lisa. La que me había dado Georg.
—Encuentra a la dueña del coche —le ordené, procurando que mi voz sonara firme, autoritaria—. Quiero toda la información posible. Y rápido.
Den me miró unos segundos, evaluando, como si quisiera hacerme una pregunta y no se atreviera. Finalmente asintió y salió sin un comentario. El clic del cierre de la puerta resonó en la habitación como un disparo en la soledad de mi despacho.
Me quedé solo, rodeado de carpetas, contratos y la absurda vista panorámica del centro de la ciudad. Todo seguía en su sitio: los muebles impecables, el reloj marcando su puntualidad inútil, el aroma caro del café recién hecho. Y, sin embargo, nada de eso me pertenecía. Era como si mi propia vida me resultara ajena, inhabitable.
Intenté concentrarme. Revisé informes, respondí correos, firmé documentos sin leerlos. Cada vez que apartaba la vista del teléfono, mi mente volvía a ella. No a su rostro, ni siquiera a su voz, sino a la sensación física de su ausencia: ese vacío frío que ocupaba su lugar, como un eco de respiración suspendida que me recordaba lo que había perdido. Sabía perfectamente que lo que necesitaba no era información; buscaba una confirmación de que todavía existía, de que seguía caminando por las mismas calles que yo, respirando, viva, quizá sin sospechar que alguien la buscaba y feliz con su novio.
Den regresó al caer la noche. Siempre puntual, siempre impecable. Su presencia me producía una mezcla extraña de alivio y malestar: alivio, porque traía respuestas; malestar, porque temía escuchar lo que en el fondo ya sabía.
Le pedí a mi secretario que trajera café, solo para ocupar mis manos con algo, para llenar el silencio del despacho que se sentía tan espeso que casi podía cortarlo con los dedos. Mientras Den se sentaba frente a mí, jugueteé con la cucharita, moviéndola de un lado a otro, fingiendo calma.
—¿Con qué me vas a agradar esta vez, Den? —pregunté, procurando sonar distraído, casi aburrido, como si aquello no tuviera importancia.
Él, meticuloso como siempre, abrió la carpeta con la precisión de un cirujano. Me miró solo un instante antes de comenzar a leer, con esa voz monocorde que nunca dejaba traslucir emoción.
—Encontré todo lo posible por ahora. Para más detalles necesitaré un poco más de tiempo —dijo, frotándose las manos—. El coche está registrado a nombre de Elisabeth Vainberg, treinta años. Arquitecta. Trabaja en el estudio Ferrero e Hijo. Sus padres viven en Castillo Viejo, a unos trescientos kilómetros de aquí. Ambos son profesores en un colegio público.
El sonido de su nombre me atravesó el pecho como una corriente eléctrica.
Lisa. Elisabeth. Escuchar su nombre completo la hacía más real… y, al mismo tiempo, más inalcanzable.
—Así que fue a visitar a sus padres y no a unos amigos —murmuré, más para mí que para él.
—¿Qué dijo, señor? —preguntó Den, sin levantar la vista de los papeles.
—Nada —mentí con rapidez, disimulando con un gesto de mano—. Continúa.
—Según una compañera suya del estudio —prosiguió Den—, la señorita Vainberg es una de las arquitectas más creativas del equipo, pero… no sabe defenderse. Su jefe directo, un tal Julien Carro, suele apropiarse de sus ideas. Ella calla, aunque todos lo saben, incluso Ferrero, pero no hace nada para ascenderla.
Me quedé inmóvil. Recordé una conversación que habíamos tenido en la cabaña: su risa resignada al contarme que su jefe no la tomaba en serio, que tenía que pelear por demostrar su talento. Entonces lo dijo con ligereza, pero detrás de aquella sonrisa había una herida antigua.
Ahora la imaginaba, sentada frente a un escritorio, trabajando hasta tarde, borrando y redibujando líneas que otros firmarían como propias. Una parte de mí sintió un orgullo irracional por ella; otra, un deseo feroz de romperle la cara a ese tal Julien y al viejo tonto de Ferrero.
Tragué saliva.
—¿Qué más? —pregunté, notando que la voz se me quebraba levemente.
Den extendió una carpeta sobre la mesa.
—Aquí tiene su dirección, número de teléfono, correo y redes sociales. Si usted piensa emplearla, podría ser una buena adquisición. La chica tiene talento, pero poca ambición.
Emplearla. La palabra me sonó obscena. No quería emplearla. No quería tenerla en mi equipo, ni en mi oficina. Quería tenerla a mi lado, aunque no supiera ni cómo hacerlo.
—¿Tiene novio o pareja? —pregunté, con un tono demasiado directo, sin disimular mi interés.
Den levantó una ceja, sorprendido, pero respondió sin cambiar su tono.
—Sí, según sus redes sociales. Se llama Boris Tarov. Subdirector del departamento de préstamos del MBT Bank.
El nombre cayó como un peso muerto entre nosotros.
Boris. Un tipo de banco. El estereotipo de hombre que mis padres habrían aprobado: estable, correcto, predecible. No un hombre que vivía en una cabaña perdida entre montañas, que podía enfrentarse al frío y al silencio del bosque como yo lo había hecho con ella.
Noté cómo algo se retorcía dentro de mí. Una punzada seca, un dolor físico que subía desde el estómago hasta la garganta. Por un instante tuve la absurda idea de reírme. ¿De qué? No lo sabía. Tal vez de mi propia estupidez, de mi obsesión, de cómo dejé que todo se escapara de mis manos.
Den seguía hablando, enumerando datos, fechas, direcciones, pero su voz ya no me llegaba. Todo el aire en la habitación se volvió denso, casi sólido. Le di las gracias con un gesto distraído, sin mirarlo, y esperé a que saliera. Cuando la puerta se cerró, el silencio fue un golpe de vacío que me dejó temblando.
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Editado: 26.10.2025