Mi querido leñador

Capítulo 43. Lisa

Al día siguiente, después del trabajo, volví a casa para cambiarme. El cielo se había vuelto gris, plomizo, como si presintiera algo que yo todavía no sabía nombrar. Me vestí sin ganas, con lo primero que encontré: unos vaqueros, un jersey de lana gruesa y un abrigo claro. No quería llamar la atención. No quería que la cita pareciera una cita.

Al llegar al centro comercial, no subí directamente a la planta de ocio. Necesitaba respirar, ganar tiempo, encontrar una excusa para retrasar el momento. Me desvié hacia el supermercado.

Últimamente me había dado por los limones con miel. Decía que era por falta de vitaminas, pero en el fondo sabía que había algo más. Era el sabor que me recordaba al bosque.
A las infusiones que Iván preparaba cuando el frío nos calaba los huesos.
A la forma en que me miraba mientras el vapor se enredaba entre nosotros, tibio, fragante, casi íntimo.

Tomé un limón del estante y lo giré entre las manos. Su piel rugosa, su olor ácido, me devolvieron imágenes que creía tener bajo control: el fuego encendido, el olor a resina, su camisa de algodón, su respiración contra mi cuello.
Cerré los ojos un instante. No debería pensar en él. No ahora. No cuando estaba a punto de enfrentarme al hombre que, en otro tiempo, había llamado “mi pareja”.

Recordé entonces que necesitaba una bombilla y me dirigí a la sección de bricolaje.
El centro comercial hervía de gente. Los viernes por la noche todos parecían buscar algo que llenar: carritos, bolsas, vacíos.
Intenté pasar por la sección de descuentos, pero el pasillo estaba bloqueado. Bufé y decidí desviarme por donde las chimeneas y estufas eléctricas se alineaban, brillando artificiales bajo la luz blanca. Allí, por fin, el bullicio se disolvió. Era como entrar en otra atmósfera, más lenta, más contenida.

Y fue entonces cuando lo vi.

Un hombre alto, con un abrigo azul marino impecable —de esos que huelen a dinero y a perfume caro— caminaba despacio, observando los artículos con una atención tan estudiada que parecía fingida. No era un cliente habitual. Se notaba.
Pasé junto a él, distraída, pero lo volví a ver unos metros más adelante. Y otra vez. Hasta que tuve la sensación de que me seguía.

Fruncí el ceño, incómoda.
¿Qué hacía un hombre así en la sección de bricolaje? Dudaba que supiera cómo se cambiaba una bombilla sin romperla. Su aspecto lo delataba: uno de esos que pagan para que otro les arregle el grifo y luego se quejan del ruido.

Antes, ese tipo de hombre me habría interesado. Habría imaginado su conversación fluida, su coche brillante, su éxito como algo digno de admirar. Antes… eso me habría parecido atractivo.
Pero ya no.

Ahora lo veía y solo percibía artificio.
Falsedad.
Una elegancia vacía.
Un traje bien cortado cubriendo un alma que probablemente no sabía encender un fuego ni encontrar el norte sin GPS.

No pude evitar comparar.
Iván, con sus manos firmes, curtidas.
Iván, que olía a bosque, a humo, a verdad.
Iván, que no necesitaba demostrar nada porque era auténtico.
El hombre del abrigo azul, en cambio, era solo una versión pulida de lo que la ciudad llama “éxito”: brillante por fuera, hueco por dentro.

Y me descubrí sonriendo con amargura. Qué ironía. Yo, que antes hubiera suspirado por un hombre así, ahora lo encontraba grotesco. La verdadera belleza, comprendí, estaba en la sencillez. En la tierra bajo las uñas. En la mirada que no necesitaba palabras.

—Todo el mundo viene por aquí sin saber para qué —murmuré, apenas audible, pero lo bastante alto para que él pudiera oírme.

Gruñó, divertido quizá, pero no dijo nada. Solo me miró.
Tenía los ojos azules. Azules como los de Iván.
Y eso me enfureció aún más.
No podía tener esos ojos. No los merecía.

En ese momento sonó mi teléfono.
Era Boris. Me había estado esperando veinte minutos en la cafetería del último piso.

Fui hacia allí con una sensación de pesadez absurda, sabiendo que aquello era una mala idea.
Porque lo comprendí en ese instante: ni un hombre elegante con un abrigo azul oscuro ni un café con Boris podrían borrar la imagen de Iván de mi mente.
Entré en la cafetería con el corazón dividido entre la resignación y un presentimiento oscuro que no supe nombrar.

La cafetería estaba llena, pero reinaba ese tipo de ruido que no distrae: murmullos, cucharillas, el zumbido constante del espresso.
Boris me vio enseguida y se levantó de la mesa con una sonrisa nerviosa, casi infantil. Agitó la mano, como si temiera que pudiera desaparecer de nuevo.

—Lisa… —dijo apenas me acerqué, y su voz se quebró en un suspiro.
No respondí. Solo me senté, sin quitarme el abrigo, como si necesitara mantener una barrera invisible entre nosotros.

Pidió dos cafés sin consultarme. Yo apenas lo miré. Me sorprendió notar lo distinta que me sentía. Antes, su seguridad me habría halagado; ahora me parecía una invasión.
No era él quien había cambiado. Era yo.

Él empezó a hablar enseguida, con entusiasmo, contándome que por fin había conseguido el puesto que tanto deseaba. Lo escuché en silencio, observando cómo sus manos se movían al compás de sus palabras, cómo su sonrisa parecía más dirigida a su propio reflejo que a mí.
En algún momento empecé a dudar de que su alegría tuviera algo que ver conmigo. Era evidente que lo que realmente lo entusiasmaba no era verme, sino presumir de su nuevo ascenso.

Mientras él hablaba —sin parar, sin preguntarme una sola vez cómo estaba—, mi mirada vagó por la cafetería. Entonces lo vi.
El hombre del abrigo azul oscuro, el mismo del supermercado, estaba allí, en la cafetería contigua, visible a través del vidrio lateral. Estaba sentado, tranquilo, leyendo un periódico y tomando un zumo.
Su serenidad me desconcertó. ¿Era casualidad? ¿O realmente me estaba siguiendo?
Me giré de nuevo hacia Boris, intentando concentrarme, pero su voz se me volvió lejana, monótona, como un zumbido constante.




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