La casa me recibió con el mismo silencio de siempre, ese que a veces reconforta y otras aplasta.
Apagué el motor y me quedé un momento dentro del coche. Tenía las manos frías, pero no solo por el invierno obstinado que aún se negaba a abandonar la ciudad. Era esa mezcla de rabia, cansancio y vergüenza que se acumula cuando uno hace algo de lo que no está del todo seguro.
Al entrar, el aroma del té negro me llegó desde la cocina. Sonia estaba allí, esperándome como una madre que ya sabe la respuesta antes de preguntar.
Llevaba el delantal de flores y el moño apretado, pero su mirada era la misma de siempre: dulce, firme y un poco impertinente.
—Ya era hora, niño —dijo sin mirarme directamente—. ¿Otra reunión hasta medianoche o fue algo más interesante esta vez?
—Algo así —respondí, colgando el abrigo.
Sonia me observó por encima de las gafas. Sabía leerme con una facilidad que siempre me había desconcertado.
—Tienes la cara rara. Cuando estás así, no es por negocios. —Se cruzó de brazos—. ¿Mila otra vez?
Negué despacio, dejándome caer en el sillón.
—No. Esta vez es peor.
Ella frunció el ceño y se sentó frente a mí, con el té aún humeante entre las manos.
—¿Peor? Eso suena a que por fin te han roto algo que no sea la cuenta bancaria.
Sonreí, pero sin fuerza.
—Supongo que sí.
Hice una pausa. Las palabras salían a trompicones, como si tuvieran miedo de ser oídas.
—Me enamoré, Sonia.
Ella levantó una ceja, más curiosa que sorprendida.
—¿Otra ejecutiva? ¿O una modelo? Dime que al menos tiene más cerebro que la última.
—Ninguna de las dos cosas —dije, casi riendo por lo absurdo que sonaba—. Era… no sé cómo explicarlo. Una chica del bosque.
—¿Del bosque? —repitió, entre divertida y preocupada.
—Sí. La conocí durante el retiro. Tuvo un percance con su coche y pasó unos días conmigo en la cabaña. No era como nadie que hubiera conocido antes. Había algo en ella… una forma de mirar el mundo que hacía que todo lo demás pareciera mentira. Me escuchaba, Sonia. No porque le interesara mi apellido ni mi dinero. Me miraba como si… como si yo también fuera parte de la naturaleza.
Le conté a Sonia todo lo que pasó. Hice una pausa y bajé la voz.
—Creí que me amaba.
Sonia me observó en silencio, sin una pizca de ironía esta vez.
—Pero la dejaste ir —dijo finalmente, con voz baja—. Eso estuvo mal.
Asentí.
—Sí. No sabía que sería imposible vivir sin ella. Por eso fui a verla. Y la vi… en el centro comercial. Con su novio.
Las palabras me sabían metálicas.
—Y ella... no me reconoció.
—¡Iván! —exclamó Sonia—. Cuando volviste, con ese aspecto de ejecutivo, ni yo te reconocí al principio.
—Pasé tan cerca que podía oler su perfume… y nada. Ni una mirada. —Me froté el rostro, sintiendo el cansancio detrás de los ojos—. Fue como si yo nunca hubiera existido.
Sonia dejó la taza sobre la mesa y se acercó despacio. Me apoyó una mano en el hombro.
—Ay, mi niño… siempre tan brillante para los negocios y tan torpe para el amor.
—Lo sé —susurré, con una media sonrisa amarga.
—¿Y ese novio? —preguntó entonces, con un tono mezcla de curiosidad y preocupación—. ¿Qué clase de hombre es?
—Uno al que quise borrar del mapa —admití con un suspiro—. Pero no lo hice. O no del todo. Dijo que Lisa estaba loca por casarse con él… y que él no sabía cómo librarse de ella.
Sonia respiró hondo, midiendo sus palabras.
—Mira, Iván. Ese hombre pudo mentirte. No te fíes de lo que diga alguien herido en su orgullo. Quizá fue Lisa quien lo dejó, y por eso se marchó así de la cafetería.
Levanté la vista, sorprendido por la idea.
Sonia sonrió con suavidad.
—Las mujeres no siempre hacen ruido cuando deciden irse. A veces solo se levantan y se van… cuando ya no queda nada que decir.
Recordé la mirada de Lisa cuando se marchaba del bosque.
Aquella expresión —dolida, temblorosa, casi desesperada— me suplicaba que la detuviera, que no la dejara ir. No hacían falta palabras; sus ojos lo gritaban todo.
Pero la mirada que le dirigió a Boris en la cafetería era distinta, completamente distinta.
En ella no había deseo, ni ternura, ni rastro de amor. Solo cansancio.
Lisa no pedía quedarse. Pedía que la dejaran en paz.
Sonia me observó en silencio un momento, como si pesara mis pensamientos antes de hablar.
—Escúchame bien, Iván —dijo al fin, con ese tono sereno que usaba cuando quería que la escuchara de verdad—. Una mujer que vale la pena no vuelve solo porque la llames. No se entrega dos veces al mismo dolor. Si Lisa sintió algo por ti, de verdad, y tú la dejaste, no bastará con aparecer en su puerta ni con pedirle perdón. Tendrás que demostrarle que cambiaste, que ya no eres el hombre que la dejó marchar.
Sus palabras me dejaron mudo. Por primera vez en toda la noche, algo diminuto y tibio —una chispa que no me atrevía a nombrar— pareció encenderse de nuevo dentro de mí.
Supe con una certeza incómoda que no sería capaz de dormirme hasta tener una respuesta. Busqué en la carpeta que Den me había dado, saqué su número y marqué con las manos ligeramente temblorosas. Llamé varias veces; la voz metálica de la operadora fue lo único que respondió la noche.
Volví a la pantalla del portátil, más por necesidad que por esperanza, y abrí su perfil de Instagram. La luz fría del monitor me dibujó sombras en la cara mientras la página cargaba. En la galería, entre fotos de paisajes y cafés, había un dibujo de la cabaña donde habíamos estado —las ventanas, la chimenea, la modesta terraza, Pek y Agripina— y, bajo la imagen, una frase corta que me atravesó:
“Es el lugar donde vive mi corazón.”
No era una prueba concluyente, pero fue suficiente. Sentí que algo dentro de mí se alzaba y caía al mismo tiempo: alivio, incredulidad y una rabia nueva que me quemaba la garganta. Ella no había olvidado nada; no era Boris a quien amaba. Todas las palabras de ese cabrón sonaron entonces como lo que probablemente eran: excusas, autojustificaciones, mentiras calculadas.
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Editado: 26.10.2025