La noche fue un desastre. No solo me atormentaba por haber sido tan ciega, por no ver quién era Boris en realidad, sino también por haber malgastado tanto tiempo en una relación que, vista ahora, no tenía ni pies ni cabeza. Todos a mi alrededor me lo habían dicho: “Ese hombre solo piensa en sí mismo.” Y aun así, yo seguía defendiendo lo indefendible, convencida de que el amor podía limar su egoísmo.
Para colmo, mi cuerpo decidió acompañar mi estupidez. El estómago empezó a retorcerse poco después de medianoche —un recordatorio de que el sushi del centro comercial no estaba tan fresco como parecía—, y pasé las horas entre la fiebre, los remordimientos y una sensación amarga en la boca que no era solo culpa del pescado.
Cuando amaneció, me sentía como si me hubieran pasado por encima todas las ruedas de un tren. Fui al trabajo igualmente, más por inercia que por sentido del deber. Llegué tarde, despeinada, con el maquillaje a medio borrar y un nudo en el estómago que ya no sabía si era físico o emocional. En resumen: en un estado deplorable.
El estudio bullía como siempre: el zumbido de las impresoras, el tecleo constante, el murmullo de las voces discutiendo planos y presupuestos. El olor a café recién hecho se mezclaba con el del papel y la tinta del plotter. Todo era tan familiar… y tan insoportablemente normal.
Dejé el bolso junto al escritorio, encendí el monitor y fingí revisar un plano que no lograba enfocar. La cabeza me pesaba, los ojos ardían, y el cansancio se me había instalado hasta en los huesos.
A los pocos minutos, Mariluz apareció apoyada en la esquina de mi mesa, con una carpeta en una mano y una sonrisa llena de intriga.
—Bueno —susurró, bajando la voz para que el jefe de proyectos no la oyera—, ¿cómo fue la cita con el “encantador” Boris?
Tragué saliva y dejé el ratón a un lado.
—Un completo desastre —respondí, sin rodeos.
—¿Tan mal? —se inclinó un poco hacia mí, dispuesta a saborear el drama.
—Peor. Discutimos delante de todo el mundo. Y creo que el sushi que pedimos me dejó medio envenenada.
Mariluz soltó una carcajada incrédula.
—¡No puede ser! Siempre te decía que ese hombre tiene una nube negra encima.
—Ya lo sé —murmuré, pasándome una mano por el rostro—. Pero esta vez fue distinto. Cuando lo vi… sentí algo que nunca había sentido antes. Como si todo lo que antes me parecía atractivo —su seguridad, su forma de hablar— se hubiera convertido en soberbia. En puro vacío.
Mariluz me miró con una mezcla de ternura y alivio.
—Bueno, al menos te diste cuenta. Más vale ahora que dentro de diez años y con hipoteca compartida.
Sonreí débilmente.
—Supongo. Pero no deja de doler. Es como si hubiera despertado de un sueño y no reconociera nada de lo que tenía alrededor.
—¿A lo mejor tu leñador te hizo ver las cosas claras? —dijo Mariluz con una sonrisa traviesa.
Me reí apenas, y luego añadí, bajando la voz:
—No lo sé… pero no puedo dejar de pensar en él. Por cierto, vi a alguien en la cafetería. A un hombre. Por un segundo, pensé que era Iván.
Ella arqueó una ceja.
—¿Iván? ¿Cómo?
Asentí, mirando la pantalla vacía.
—Sí. Era tan parecido… pero distinto. Tenía traje, el cabello perfectamente peinado, sin barba y con esa expresión fría y calculadora que siempre tienen los hombres de poder y dinero. No tenía esa sinceridad, esa fuerza tranquila que tenía Iván. Me miró como si le debiera algo.
Mariluz me observó en silencio unos segundos.
—¿Y si era él?
—No, —negué lentamente—. Ese abrigo valía más que toda su cabaña con ducha incluida.
Mariluz suspiró y me dio un golpecito en el hombro.
—Bueno, a veces la vida da giros raros. Nunca se sabe.
Se disponía a decir algo más cuando la puerta del despacho principal se abrió de golpe. La voz de Julen Carro, nuestro jefe de proyectos llenó la oficina con su tono seco y autoritario.
—¡Buenos días, equipo! —anunció, dejando caer una carpeta gruesa sobre la mesa central—. Tenemos nuevo encargo.
El murmullo general se apagó al instante. Julen no era hombre de bromas ni de preámbulos.
—Es un proyecto importante —continuó, recorriendo con la mirada a todos—. Se trata de un conjunto de cabañas para una aldea ecológica. Quieren un diseño sostenible, funcional y con identidad.
Sentí que la respiración se me detenía. Cabañas. Una aldea ecológica. Las palabras resonaron en mi cabeza con un eco que me erizó la piel.
—Lisa —dijo entonces Julen, clavando los ojos en mí—, quiero que te encargues tú. Quiero un anteproyecto en una semana. Me lo presentas directamente a mí.
—¿A mí? —pregunté, intentando que mi voz no sonara tan incrédula.
—Sí. Tienes buena mano con la madera y el entorno natural. Ya hiciste un trabajo excelente en la propuesta para el centro rural de Navarra. Además, el cliente pidió algo con sensibilidad artística… y eso tú lo tienes.
Intenté agradecer, pero la garganta se me secó.
Mariluz me lanzó una mirada divertida.
—Vaya, parece que el universo te está mandando de vuelta al bosque —susurró por lo bajo.
Julen prosiguió:
—La reunión con los promotores será en diez días, así que quiero la propuesta lista en una semana para poder revisarla antes. El contacto inicial lo gestiona el grupo Build Invest, así que tened todo bien atado.
Build Invest.
El nombre me golpeó con fuerza. Lo había visto en revistas de arquitectura, en congresos, en premios internacionales. Era una de las empresas más grandes e influyentes del país en el ámbito de la construcción y el desarrollo sostenible. Trabajar para ellos era el tipo de oportunidad que podía cambiar una carrera entera.
Sentí una mezcla de nervios y vértigo. Parte de mí se alegró; la otra, más cansada y rota, apenas podía procesar la magnitud de lo que acababa de escuchar.
Julen cerró la carpeta y añadió con su tono impaciente habitual:
—Confío en ti, Lisa. No me falles.
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Editado: 26.10.2025