Mi querido leñador

Capítulo 47. Lisa

Cuando leí los parámetros técnicos y la descripción de los deseos del cliente para las cabañas, lo comprendí al instante: no podía hacerlo.
Era exactamente lo que intentaba olvidar.

Cada línea del documento, cada requerimiento de “integración con el entorno natural”, cada mención a la madera sin tratar, a los techos inclinados, a la armonía con el paisaje… era una puñalada en la memoria. Me devolvía a ese lugar que aún dolía —la cabaña, los árboles mojados, el olor del humo y la piel, la voz de Iván diciéndome que el bosque no era un lugar, sino un estado del alma—.

Llevaba semanas intentando enterrar esos recuerdos bajo rutinas, planos y cafés mal calentados. Y ahora me los ponían delante como un ejercicio profesional, pidiéndome que los dibujara, que los reviviera con precisión milimétrica.
Me pedían convertir la herida en diseño.

Intenté concentrarme. Leí los plazos, los costos, los materiales. Tomé notas que no tenían sentido.
Pensé, repensé, y volví a pensar… hasta que el cansancio se hizo físico: un dolor punzante en la sien, las manos frías, náuseas, un peso en el pecho. Me temblaban los dedos sobre el teclado.

Apagué la pantalla y me levanté de golpe. Ni siquiera supe en qué momento decidí hacerlo. Solo sabía que no podía seguir fingiendo.

Caminé por el pasillo sin saludar a nadie, las luces blancas del estudio zumbando sobre mi cabeza, los murmullos apagándose a mi paso. Me detuve frente a la puerta de Julen Carro, el jefe de proyectos, y entré sin tocar.

Él estaba sentado, revisando planos con su eterna expresión de superioridad tranquila.
—Si quiere ganar este concurso, dibújelo usted mismo. Yo no puedo. —Las palabras me salieron más secas de lo que esperaba.

Julen levantó una ceja, sin apartarse de sus papeles.
—¿Perdón?

—Ha oído bien —respondí, con un hilo de voz firme.

Él apoyó el bolígrafo con cuidado, como si cada gesto suyo fuera parte de una escena que había ensayado mil veces.
—Señorita Vainberg, usted trabaja en este estudio y debe cumplir con su labor. No está aquí para elegir proyectos.

En ese momento, Julien Carro, sin prestar la menor atención a mis palabras, me arrebató los planos de las manos. Se acercó a su mesa, los sostuvo con evidente disgusto —como si temiera mancharse—, los observó unos segundos con el ceño fruncido y luego los dejó caer sobre la superficie con un gesto de desprecio.

—¿Por qué? —rugió de pronto, agitando los papeles frente a mi cara—. ¿Por qué demonios estos planos tienen manchas de grasa de cerdo?

Sentí cómo varias miradas se alzaban desde el pasillo de estudio. Respiré hondo, intentando mantener la calma.

—Señor Carro —dije con voz firme—, no le voy a permitir que me grite. Si tiene alguna queja sobre el proyecto, le agradecería que la exprese de una forma más profesional.

El rostro del arquitecto jefe se tornó de un rojo intenso. Sus labios temblaron un instante, y luego, con un gesto de furia contenida, arrojó mis planos al suelo, como si fueran cucarachas.

—Tengo una carga de trabajo imposible —dije, conteniendo el temblor de la voz—. Y este en particular no puedo asumirlo ahora.

Entonces sí me miró, clavando sus ojos grises en los míos.
—Lisa —dijo con calma estudiada—, ¿sabes para quién es este proyecto? ¿Sabes lo importante que es para nosotros?

—¿“Nosotros”? —repetí, sin poder evitar una sonrisa amarga—. Querrá decir para usted.

Él frunció el ceño, como si no entendiera a qué me refería.
—Para el estudio —corrigió, con ese tono de jefe que se cree el salvador del mundo.

—Estoy harta, Julen. —Las palabras brotaron sin freno olvidando los modales—. Cansada de quedarme hasta la madrugada para que tú luego presentes mis ideas como si fueran tuyas. No me contrataron para ser tu sombra; soy arquitecta, igual que tú. —Respiré hondo, sintiendo la garganta arder—. Si quieres que haga este proyecto, mi nombre va en los planos. Como autora.

El silencio que siguió fue casi físico, denso, violento. El reloj de pared marcó los segundos con un tic-tac insoportable.

Julen me observó, con una mezcla de incredulidad y fastidio. Luego se recostó en la silla y cruzó las manos sobre el escritorio.
—Lisa —empezó, con voz condescendiente—, te estás dejando llevar por algo personal. Tómate un par de días, respira, y luego retomamos el proyecto. Pero no dramatices. No hay necesidad.

Ese tono paternalista me encendió aún más.
—No necesito descansar, Julen. Necesito que se me respete. —Mi voz tembló, pero no retrocedí—. Llevo años trabajando aquí, resolviendo tus plazos imposibles, tapando tus errores, y viendo cómo presentas mis ideas ante Ferrero y los clientes.

Él apretó la mandíbula, visiblemente irritado.
—Ten cuidado con lo que dices. Este estudio te ha dado oportunidades que muchos matarían por tener.

—Y yo he respondido con trabajo —repliqué—. Pero eso no te da derecho a borrarme.

Julen se puso de pie de golpe, apoyando ambas manos sobre la mesa.
—No voy a discutir esto contigo. Haz el proyecto o busca otro trabajo.

Me quedé inmóvil. Noté cómo se me aceleraba el pulso, el aire me quemaba en la garganta.
—No pienso hacer nada que no lleve mi nombre —dije, despacio—. Y tú no eres Ferrero para despedirme.

Giré hacia la puerta, dispuesta a salir, pero entonces una sombra se proyectó en el umbral.

Allí estaba el señor Ferrero, el socio fundador. Alto, impecable, con esa presencia serena que hacía que todos enmudecieran. No necesitaba levantar la voz para imponer respeto; le bastaba mirar.

—¿Todo bien por aquí? —preguntó con tono suave, pero su voz llevaba el filo de la autoridad.

Julen se enderezó al instante.
—Sí, señor Ferrero. Estábamos revisando los detalles del concurso de las cabañas ecológicas.

Ferrero lo miró sin expresión, luego volvió la vista hacia mí.
—Me pareció oír algo más que una “revisión”. —Sus ojos grises, tan claros que parecían de acero, se posaron en mi rostro, buscando la verdad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.