Después del trabajo, Mariluz y yo fuimos a un café para celebrar mi pequeña gran victoria contra Julen.
Las noticias, en nuestro estudio, se propagan con la velocidad de la luz... o del chisme. Bastó con que alguien escuchara mi discusión para que, en menos de una hora, todo el equipo supiera que me había enfrentado al temible Carro y había salido viva del intento.
Mariluz levantó su taza con una sonrisa triunfal.
—¡Estuviste genial! —exclamó, tan entusiasta que algunas personas en la mesa de al lado se giraron a mirarla—. Dime, amiga, ¿cómo demonios te atreviste a encararte con Julen? Todos estábamos seguros de que te echarían en el acto. ¿De dónde sacaste de repente tanta fuerza, tanta confianza?
Me encogí de hombros, removiendo distraída el café.
—No lo sé... —dije con una sonrisa cansada—. Tal vez fue la noche horrible que pasé después de dejar a Boris. O quizás fue el bosque. Tal vez me dejó algo, no sé, una especie de valor que no sabía que tenía.
Mariluz se rió.
—Entonces también tengo que perderme unos días en el bosque. A ver si vuelvo con la misma valentía... y hago algo para que mi suegra me deje respirar. —Puso los ojos en blanco—. O mejor aún, ¡a lo mejor encuentro a un duende del bosque que me conceda tres deseos!
Reímos las dos.
Sabía que su comentario era medio broma, medio súplica.
Mariluz estaba casada con un hombre maravilloso, Cristofer —atento, generoso, de esos que todavía te abren la puerta del coche—, pero su madre era la otra cara de la moneda: una mujer tan absorbente que parecía haber confundido la palabra “hijo” con “posesión privada”. Iba a su casa todos los días, revisaba la limpieza, la comida, incluso la temperatura del agua con la que bañaban al niño.
—Ya tienes a tu príncipe azul —le dije, sonriendo.
—Sí, un príncipe que vende coches —contestó riendo—, pero su madre, te juro, es una reina… de las del infierno. —Suspiró y bebió un sorbo de capuchino—. Créeme, Lisa, hay que casarse con un hombre que no viva con su madre a la distancia de tres paradas de un bus urbano. Esa debería ser la primera cláusula del contrato matrimonial.
—Anotado —respondí, intentando mantener el tono ligero.
Pero su comentario me golpeó más fuerte de lo que esperaba.
“Iván vivía solo…” cruzó mi mente sin permiso.
Y con ese simple pensamiento, todo mi esfuerzo por mantenerme en pie empezó a resquebrajarse.
Mientras Mariluz hablaba, mi atención se deslizaba lejos del café, lejos de las tazas humeantes y el ruido del barista. Veía el bosque. Sentía el olor a resina, la luz filtrándose entre las ramas, las manos de Iván sujetando las mías, firmes, seguras.
Un nudo se formó en mi garganta. Quería llorar.
Qué cansada estaba. Cansada de aparentar que todo estaba bien, de fingir que la herida era solo un recuerdo.
A veces deseaba tener una píldora mágica que borrara los pensamientos, que me vaciara la cabeza de nombres, de rostros, de gestos. Que me dejara dormir sin que cada silencio me devolviera a él.
Intenté sonreír. Fingí escuchar mientras Mariluz hablaba de Cristofer, del niño, del colegio, de la cena del sábado. Pero la sonrisa me pesaba, como una máscara mal puesta.
Al cabo de unos diez minutos, inventé una excusa torpe.
—Tengo que irme. Necesito repasar algo antes de dormir —mentí, mirando el reloj con fingida urgencia.
—¿Otra vez trabajando? —protestó Mariluz, rodando los ojos—. Te vas a enfermar, Lisa.
—Lo sé, lo sé. Pero si quiero ganar a Julen, debo dedicar todo mi tiempo. —Le di un beso rápido en la mejilla y salí del café antes de que pudiera hacerme más preguntas.
Regresé a casa y me encerré en mi habitación.
No encendí la luz. Me dejé caer en la cama y me quedé mirando el techo, sintiendo cómo el silencio se expandía a mi alrededor.
Los recuerdos regresaron como una marea imposible de contener:
el crujido de la nieve bajo nuestras botas, el chisporroteo del fuego en la chimenea, la voz de Iván susurrando que el bosque también sabe cuidar a quien lo escucha. Afuera, la ventisca golpeaba los cristales, y dentro todo era calor, refugio y respiraciones que se buscaban. Cada mirada, cada roce, cada silencio compartido… todo volvió con una nitidez insoportable, tan real que casi podía sentir otra vez el calor de su piel en la penumbra.
Y entonces, algo cambió.
Entre la tristeza y la nostalgia, una idea comenzó a tomar forma. Fue apenas un impulso, una corriente que se encendió en algún rincón dormido de mi mente. La pena seguía ahí, pero se transformó —ya no era solo dolor, sino una necesidad urgente de crear, de dejar constancia de aquello que había sido tan verdadero.
Me levanté sin pensar demasiado. Encendí la lámpara del escritorio y extendí los papeles sobre la mesa. Saqué mis lápices, el compás, la regla metálica. Las manos me temblaban al principio, pero luego, poco a poco, los trazos comenzaron a fluir.
Las líneas se convirtieron en la cabaña. La ventana por donde entraba la luz del amanecer, la chimenea con su humo blanco elevándose al cielo gris, la vieja mesa donde desayunábamos. Dibujé el bosque que la rodeaba, los árboles cubiertos de nieve, el sendero apenas visible que conducía al lago helado.
Cada trazo era un recuerdo, y cada sombra una confesión.
No estaba haciendo un proyecto técnico; estaba reviviendo algo sagrado.
No pensaba en Julen, ni en el concurso, ni siquiera en Ferrero. Solo existía el dibujo, el silencio de la habitación y el sonido suave del lápiz rozando el papel.
El tiempo se disolvió.
Cuando por fin me detuve, la noche ya había avanzado. La lámpara proyectaba una luz cálida sobre el boceto terminado. No era perfecto —nunca lo sería—, pero tenía alma. Miré la hoja y sentí una punzada en el pecho: ahí estaba todo. El bosque, la nieve… y él.
Apoyé el lápiz y me quedé quieta, respirando despacio.
Por primera vez en mucho tiempo, no sentí culpa ni rabia.
Solo una extraña paz, la certeza de que, de algún modo, el amor también puede construirse en papel.
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Editado: 26.10.2025