La guerra fría con Julen por el concurso del puesto de arquitecto jefe no tuvo el efecto que yo esperaba. Creí que el trabajo podría arrancarme de esta extraña melancolía que me envolvía desde hacía semanas, que al menos el esfuerzo me distraería. Pero ocurrió justo lo contrario: todo se volvió más pesado, más turbio.
Había días en que quería rugir, romper algo cada vez que escuchaba uno de sus comentarios sarcásticos; y otros en los que solo deseaba desaparecer, esconderme del mundo y llorar sin motivo aparente. Me frustraba con cada línea, con cada plano: sentía que el proyecto no tenía alma, que mi cabaña era solo una copia vacía de aquella donde, por un breve instante, fui realmente feliz. Entonces las palabras de Carro resonaban en mi cabeza como un eco cruel: “no vales nada.”
Menos mal que Boris comprendió, por fin, que mi decisión de terminar con él era definitiva. Había desaparecido de mi vida sin dramas, sin súplicas, sin sus mensajes cargados de culpa ni esos regalos absurdos con los que intentaba comprar mi perdón. Su ausencia, paradójicamente, era el único alivio que me quedaba.
Faltaban unos diez días para la presentación, pero no tenía ni ganas ni fuerza. El proyecto estaba casi listo —faltaban apenas los cálculos finales— y Mariluz, siempre paciente, me ayudaba con ellos.
Pero mi estado psíquico llegaba a un punto álgido. Incluso el trabajo, ese refugio, que siempre me había salvado, empezó a volverse un pozo sin fondo. Cuanto más me sumergía en él, menos alivio encontraba.
Dormía mal, discutía por cualquier cosa con amigos, compañeros del estudio, vecinos, incluso con Mariluz. Los días se me hacían interminables, y cada mañana me costaba más levantarme de la cama.
Comencé a pensar que tal vez necesitaba ayuda profesional. Un psicólogo, alguien con credenciales, que me hiciera hablar de mi infancia, de mis miedos reprimidos, y que al final de la sesión me diera un pañuelo, un consejo y una sonrisa comprensiva. Saldría de allí con los ojos hinchados, pero más ligera, agradecida, y quizá olvidaría por fin las cabañas, el bosque… y a él.
Comenté la idea con Mariluz durante nuestra reunión en la cafetería después de una jornada laboral particularmente tensa. Ella me escuchó en silencio, masticando distraída un trozo de manzana. Luego se rascó la cabeza, pensativa, y me miró con esa mezcla de ironía y ternura que solía usar cuando estaba a punto de decir algo inconveniente.
—Lisa… —empezó con voz cautelosa—, ¿estás segura de que no hiciste nada… ilegal en esa cabaña con el leñador?
—¿Qué? —pregunté sin entender, mientras me metía una rodaja de limón en la boca.
—Digo —repitió, conteniendo una sonrisa—, que estás furiosa, hipersensible, comiendo limones como si fueran caramelos, y con náuseas cada dos por tres. Todo eso suena menos a trauma psicológico y más a… —se inclinó un poco hacia mí y bajó la voz— O estás poseída… o estás embarazada.
La miré con los ojos muy abiertos. Durante unos segundos no pude reaccionar. Sentí cómo un sudor frío me recorría la espalda, y mi cuerpo entero se tensó como si me hubieran dado una descarga eléctrica.
¿Embarazada?
El pensamiento cayó sobre mí como una piedra. No, no era posible. No podía serlo. Ni una sola vez, en todos esos días, se me había pasado por la cabeza esa posibilidad. No había pensado que, después de aquella... estrecha “comunicación” con Iván, algo así pudiera ocurrir.
Me quedé paralizada por un momento. De pronto, la magnitud del desastre me cayó encima como una avalancha. Me levanté de golpe, tirando casi mi taza.
—Tengo que irme —dije sin escuchar su respuesta, y salí del café corriendo.
Mariluz se quedó atrás, parpadeando, con la boca entreabierta, sin alcanzar a decir una palabra. No la vi, no la escuché. Corrí calle abajo, con el corazón martillándome en las sienes, hasta una pequeña farmacia con un cartel verde parpadeante.
Veinte minutos después, estaba en el baño de mi casa, observando el test con manos temblorosas. Dos líneas. ¡Dos!
Me quedé mirando aquellas pequeñas marcas como si no entendiera su significado. En mi cabeza no había pensamientos, solo un zumbido sordo, como si el mundo se hubiera detenido. Caminé en automático hasta la cocina, abrí un paquete de galletas, me senté a la mesa y empecé a masticar sin sentir el sabor.
Estoy embarazada.
¡Tu madre! Del alegre leñador…
Habiendo estado con él solo un par de veces.
Apoyé la cabeza entre las manos.
¿Qué estaba pasando con mi vida?
Un solo viaje al bosque había puesto todo patas arriba. No solo había dejado mi corazón allí, perdido entre los pinos y la nieve… ahora también me llevaba dentro una consecuencia que cambiaría mi vida para siempre.
No sentí alegría ni miedo. Solo una incredulidad absoluta, una especie de vacío suspendido.
¿Cómo era posible?
Siempre había sido cuidadosa, siempre tomaba las pastillas…
Entonces lo recordé.
Las pastillas. Se habían quedado en el apartamento de Boris, en el estante del baño, justo antes de irme.
No tenía ganas de llorar ni de gritar. Tampoco de pensar. Era como si de pronto alguien hubiera apagado la luz dentro de mí, dejándome en un crepúsculo pegajoso y sin dirección.
Recordé entonces un consejo de mi madre:
—Cuando veas que el mundo se va al carajo, acuéstate temprano. No arreglarás nada, pero al menos el piloto descansará.
Sonreí con cansancio. Por una vez, le haría caso.
—Mañana… —murmuré apenas—, mañana lo entenderé mejor.
Me fui a la cama, tratando de no pensar en nada. Y, por primera vez en mucho tiempo, dormí profundamente. Sin sueños, sin sobresaltos al baño, sin nada. Solo un silencio amable envolviéndome, como si el mundo —por fin— se hubiera quedado quieto.
#28 en Otros
#17 en Humor
#151 en Novela romántica
malentendidos y segundas oportunidades, amor prediccion, pueblo navidad
Editado: 26.10.2025