Mejor había sido el estupor vespertino de ayer que el ataque de pánico que me sacudió apenas abrí los ojos.
Dormí, sí, pero con un pensamiento clavado en la mente como una astilla: estoy embarazada.
Lo había digerido a medias durante la noche, repitiéndolo mentalmente como una palabra ajena, como si perteneciera a otra mujer y no a mí. Pero al despertar, la realidad me golpeó de frente, sin piedad.
Embarazada. De él.
Del duende barbudo, imprudente, maleducado, poco ceremonioso, indiferente.
Lo odiaba.
Lo odiaba con la misma fuerza con la que, unos días atrás, lo había deseado.
—¿Cómo pude enamorarme de ese vagabundo? —pensé, apretando la almohada con rabia—. A lo mejor me puso algo en ese té horroroso, una droga rara del bosque, para dejarme embobada.
Sí, eso debía ser. Una intoxicación romántica. Una estupidez de la que ahora cargaba las consecuencias más tangibles del mundo.
Y entonces lo encontré, al culpable perfecto de todos mis males: Iván.
Ese hombre que apareció en mi vida como una tormenta y la desarmó pieza por pieza.
El recuerdo de su rostro se impuso en mi mente con una nitidez insoportable: la barba húmeda por la nieve, los ojos intensos, brillando con ese fuego tranquilo que confundía deseo con ternura.
El leñador, pensé con furia. El maldito leñador.
Una punzada de rabia me recorrió el cuerpo.
Si lo tuviera delante, le gritaría. O le lanzaría una de sus hachas. O ambas.
Lo perseguiría por el bosque con su motosierra.
—¡Bastardo! —mascullé en voz alta, sentándome al borde de la cama con el corazón latiéndome en las sienes.
Tal “felicidad” de tener un hijo suyo no era precisamente lo que necesitaba en ese momento.
No.
No.
Mil veces no.
¿Un hijo de él? ¿De alguien que ni siquiera sabía si seguía pensando en mí?
El vértigo me invadió. Sentí que el aire se volvía denso, que cada pensamiento era una piedra que me hundía más.
—¿Cómo voy a criar a un niño sola? —me pregunté, llevándome las manos al rostro—.
—¿Qué va a pasar con mi carrera? Justo ahora, cuando estoy a punto de presentar el proyecto, cuando podría cambiar mi vida… ¿Y mis padres? ¿Qué les voy a decir? ¿Que el padre es un desconocido que vive en una cabaña perdida en medio del bosque?
Una risa amarga me escapó.
Era tan absurdo, tan irreal, que casi parecía una broma del destino.
El miedo se transformó en una mezcla extraña de enojo y desamparo.
Parte de mí quería pensar que no pasaba nada, que podía solucionarlo, que todavía había salida.
Pero otra parte, más profunda, más sincera, sabía que no había vuelta atrás. Que algo había comenzado dentro de mí, silencioso pero imparable.
Me tumbé de nuevo en la cama, mirando el techo, sin moverme.
El pensamiento me martillaba con una regularidad cruel: Estoy embarazada. De él.
Y por mucho que intentara negar lo evidente, mi cuerpo ya lo sabía.
El cansancio, las náuseas, la sensibilidad absurda, el miedo, todo tenía ahora un nombre.
No sentía alegría. Tampoco un amor maternal repentino, como en las películas.
Solo una especie de vacío vibrante, una conciencia nueva que me aterraba.
Por primera vez en mucho tiempo, no tenía un plan.
No sabía qué hacer.
Ni cómo seguir.
He pasado toda la mañana como una cuerda tensa a punto de romperse.
Rompí dos platos.
El primero se me resbaló de las manos mojadas, estallando contra el suelo en un estallido de porcelana y agua jabonosa.
El segundo, en cambio, lo lancé yo misma, con rabia, con la absurda esperanza de que el ruido liberara un poco de la presión que me hervía por dentro.
Pero ni por esas.
El silencio que siguió fue peor. Más denso. Más humillante.
Estaba furiosa con todo y con todos.
Conmigo, con él, con el mundo entero.
Cada sonido, cada pensamiento, me irritaba.
Y en un momento, sin pensarlo demasiado, tuve el impulso de coger las llaves del coche y conducir hasta el bosque.
Quería verle.
Quería gritarle.
Decirle todo lo que no le dije.
Golpearle el pecho con los puños y escupirle las palabras que me estaban devorando por dentro:
—¡Mírame ahora, maldito! ¡Mira lo que hiciste!
La idea era tan absurda como irresistible.
Por un segundo me vi conduciendo entre la nieve, con las manos temblando sobre el volante, buscando aquella cabaña para soltar mi rabia como si eso pudiera arreglar algo.
Pero no lo hice.
Me quedé quieta, aferrando las llaves hasta que el metal me dolió en la palma.
Entonces, como si la ira buscara un nuevo objetivo, me golpeó otro pensamiento, más cruel, más desesperado:
Podría simplemente no tenerlo.
Sí. Terminar con todo antes de que empiece.
Una idea rápida, feroz, que me atravesó como un rayo.
Culpé a ese pequeño ser —que aún no era más que un misterio dentro de mí— de todos mis males. Como antes culpé a su padre.
Me odié por pensarlo, pero en aquel instante me pareció la única salida.
Fue entonces cuando, ya en la consulta del centro médico, mientras hablaba con la enfermera con la voz temblorosa, ella me miró con una calma desconcertante.
Tenía la serenidad de quien ha visto de todo, y no necesitaba juzgar para decir la verdad.
—Usted tiene treinta años —dijo despacio, sin levantar la voz—. Piénselo bien. Esta puede ser su última oportunidad de convertirse en madre.
Sus palabras me atravesaron como una aguja.
No sonaron a consejo, ni a reproche. Solo a realidad.
Una realidad tan simple que me dolió más que cualquier sermón.
Sentí que el aire se detenía.
Por un instante, el mundo dejó de girar, y toda mi furia se redujo a una sola cosa: miedo.
No al embarazo. No a reacción de Iván. Sino a mí misma. A lo que podía llegar a decidir.
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Editado: 26.10.2025