Mi querido leñador

Capítulo 51. Lisa.

No sé cuánto tiempo estuve así, sentada en la cocina, mirando el vacío.
El pastel de chocolate se había convertido en una masa triste y pegajosa sobre el plato, y la tetera llevaba un rato largo silbando con impaciencia, como si quisiera recordarme que el mundo seguía girando, aunque yo estuviera congelada. Fue el timbre quien me arrancó de mi trance.
Abrí la puerta y vi a Mariluz con su abrigo rojo, una bolsa de croissants en la mano y una expresión mitad preocupada, mitad resignada.

—¿Te pasa algo? —preguntó sin rodeos, empujándome suavemente hacia adentro—. Te he llamado tres veces y no contestabas. Pensé que estabas muerta o secuestrada.

—Peor —murmuré, intentando una sonrisa torpe—. Estoy embarazada.

Las palabras salieron solas, sin filtro, sin dramatismo. Como si no me pertenecieran.

Mariluz parpadeó varias veces.
—¿Qué?

—Que estoy embarazada. —Repetí, hundiéndome en la silla.

Hubo unos segundos de silencio absoluto.
Luego, con ese tono que mezcla desconcierto y curiosidad morbosa, Mariluz soltó:

—¿De quién? ¿De maldito Boris?

La miré sin responder, pero la verdad se me escapó de los labios como un suspiro:
—Del leñador.

Mariluz abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla, como si tratara de pronunciar algo imposible.
—¿Del qué?

—Del leñador —repetí, cubriéndome la cara con las manos—. Ese… ese hombre del bosque.

—¿El de la cabaña? —preguntó, incrédula.

Asentí. Su expresión fue una mezcla perfecta de sorpresa, incredulidad y ganas de reírse, pero sin atreverse.
—Lisa… ¿estás completamente segura? —dijo al fin—. Quiero decir… ¿no podría ser de Boris?

—No. —Negué con firmeza, casi ofendida—. En la clínica me dijeron que tengo seis semanas. Justo el tiempo exacto desde que estuve con Iván. Con Boris siempre tuve cuidado; ya sabes que nunca dejé de tomar mis pastillas… Bueno, hasta que… —hice una mueca amarga—. Se quedaron en su baño.

Mariluz se dejó caer frente a mí, con la boca abierta y los ojos muy abiertos.
—Madre mía, Lisa… ¡estás embarazada del leñador del bosque!

—No lo digas así, por favor —me tapé los oídos, medio riendo, medio llorando—. Suena como el argumento de una telenovela barata.

—Pues sí, cariño, esto es una telenovela barata —replicó ella, todavía entre incrédula y divertida—. ¡Quién te ha visto y quién te ve! Antes no querías ni oír hablar de niños: todo era trabajo, concursos y planos. Ni con tu “perfecto Boris” te entraban las ganas de ser madre.
Hizo una pausa teatral y levantó una ceja—. Y mira tú: llega un guardabosques perdido entre pinos, te roba el corazón… y zas, futura mamá por accidente.

No pude evitar sonreír, pese al nudo en la garganta.
—No tiene gracia. No sé qué hacer, Mariluz.

Ella me tomó la mano.
—Lo primero es que respires —dijo con voz más suave, casi maternal—. Vas a estar bien. No estás sola.

Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano.
—No sé si estoy lista para esto. Siempre imaginé ser madre, sí… pero con un marido, un hogar, un padre que compartiera todo. No así, de golpe, sin plan.

Mariluz asintió despacio, con ternura.
—La vida rara vez cumple nuestros planes, Lisa. A veces los rompe para darnos algo distinto. No necesariamente peor. Solo… diferente.

El vapor del té subía en espirales lentas, y por un instante me pareció ver en él la silueta de Iván: su barba húmeda, su mirada tranquila. Sentí algo parecido a la calma, un hilo muy fino que me ataba a la esperanza.

—Se llamará Milagros —dije de pronto, casi en un susurro.

Mariluz arqueó una ceja.
—¿Ya tienes nombre?

Asentí.
—Sí. Porque eso es lo que es. Un milagro… aunque haya llegado como una tormenta.

Mariluz me miró en silencio un instante, luego sonrió con dulzura y me apretó la mano con fuerza, como si quisiera transmitirme valor a través del contacto.
—Entonces habrá que empezar a acostumbrarse a la idea, mamá —dijo con ternura y asombro mezclados—.
¿Y el papá feliz ya lo sabe? —bajó un poco la voz—. Vas a decírselo, ¿verdad?

Me mordí el labio y desvié la mirada hacia la ventana. Afuera, el viento movía la luz de la farola como si escuchara mi duda.
—Aún no lo sé —admití—. Al principio pensé que debía hacerlo, que Iván tenía derecho a saberlo… pero ahora ya no estoy tan segura. Tengo miedo, Mariluz. Miedo de su reacción. Miedo de lo que pueda pasar después.

—No digas tonterías —replicó ella con ese tono firme que solo usan las amigas de verdad—. Debes informarle. Tener un hijo no es un detalle, Lisa. Es… lo más serio que puede pasarte... Y lo más bonito.

—Lo sé —susurré, encogiéndome de hombros—. Nada puede ser más serio. Pero dime tú, ¿para qué decirlo? Si él está allá, en su mundo, tranquilo, sin pensar en mí. ¿Por qué tendría que necesitar a mi hija?

—¿Cómo que por qué? —frunció el ceño, desconcertada—. No tengo idea de qué clase de hombre es ese Iván tuyo, pero si realmente es normal, como tú dices… —me miró, buscando mi confirmación.

—El más normal de todos los normales —contesté, casi sonriendo.

—Entonces, cuéntaselo —dijo con decisión, como si fuera lo más lógico del mundo.

—¿Y si no lo necesita? —pregunté, sintiendo cómo la voz se me quebraba—. ¿Y si no se alegra? Pensará que lo hice a propósito, que quise atarlo a mí.

Mariluz soltó una carcajada suave, mezcla de ironía y ternura.
—¿Atar a un guardabosques que vive en medio de la nada? Vamos, Lisa, ni que fuera un magnate.
—Su tono se volvió más serio—. Escúchame bien: tienes que decírselo. Si se alegra, será maravilloso. Si no… al menos tú habrás hecho lo correcto. Después, lo que él haga con esa verdad ya no será tu carga. ¿Entiendes?

La miré un momento sin responder. En su rostro había algo que me recordó a mi madre: sentido común mezclado con cariño sin adornos.
Asentí despacio.
—Comprendo —dije finalmente.




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