Mi querido leñador

Capítulo 52. Lisa

Durante cinco días estuve atrapada en un torbellino de decisiones que me desgastaban más que cualquier proyecto de arquitectura. Corría de un lado a otro sin avanzar, repitiendo el mismo debate mental: ¿ir o no ir? ¿decírselo o callarlo? Cada pregunta se multiplicaba como planos mal copiados, y yo oscilaba entre la esperanza y el miedo.

La semana siguiente se celebraría el concurso de proyectos de la aldea ecológica. Antes me habría desvelado de emoción, pero ahora aquel entusiasmo se había disuelto entre náuseas, dudas y pensamientos sobre Iván.
Aun así, había fijado una fecha: el sábado viajaría al bosque. Tenía que contarle la noticia al “papá barbudo”. El domingo lo dejaría libre, para recomponerme después de lo que imaginaba como una conversación intensa y definitiva.

Estaba decidido. Se lo diría todo, sin rodeos. Después, él tendría derecho a reaccionar como quisiera. Si se alegraba, perfecto. Si no… bueno, también sería su elección.
Yo solo esperaba, con toda mi alma, la primera opción: que Iván se emocionara, me abrazara y no me soltara jamás.

“Prepárate, Iván. ¡Voy! ¡Y no sola, sino con Milagros!”, me repetía, como un conjuro de valentía.

Pero la realidad no entiende de conjuros. Apenas me senté al volante, toda la firmeza se derrumbó. Las manos me temblaban. Las lágrimas regresaron, y no supe si eran de miedo, de cansancio o de embarazo. Aun así, arranqué el coche y me lancé hacia la salida de la ciudad. El camino forestal me resultaba familiar, aunque cada curva parecía distinta bajo aquella ansiedad viscosa.

Mientras avanzaba, mi mente —caprichosa y cruel— empezó a dibujar escenas imposibles, casi cómicas. Me imaginé viviendo junto a Iván, en su cabaña, lejos de todo lo que conocía.
Podía vender mi piso hipotecado sin pestañear y mudarme a esa casa torcida que reformaríamos juntos. Pintaríamos las paredes de colores cálidos, instalaríamos una estufa nueva, y yo me reiría cada vez que Iván gruñera porque “eso no es práctico”. Haría planos y proyectos desde el bosque, enviándolos por correo a Julen o a quien fuera, sin importarme lo más mínimo si alguna vez llegaba a ser arquitecta jefa.

Milagros tendría un cuarto lleno de juguetes improvisados, una cama junto a la ventana y el bosque entero por jardín. Iván cortaría leña mientras yo diseñara casas para otros, y Pek, el perro, dormiría bajo la mesa, custodiando nuestros sueños. ¡Nunca en la cama!

Sí, podía funcionar. Sería una vida sencilla, absurda y hermosa. Sin tráfico, sin correos electrónicos urgentes, sin esa sensación de correr detrás de algo invisible. Una pequeña utopía forestal, nuestra. Mientras más la imaginaba, más creía en ella, aunque solo fuera en mis pensamientos.

Finalmente llegué. Bajé del coche y respiré el aire helado, tan limpio que dolía. Una ligereza me recorrió el pecho, como si el bosque me acogiera de nuevo. Encontré el sendero hacia la cabaña y avancé con pasos cada vez más firmes. En cada metro crecía la certeza de que Iván estaría allí, sonriendo, y que todo —de algún modo— saldría bien.

Al llegar al claro, no pude contenerme y eché a correr. La nieve crujía bajo mis botas, el aire me cortaba las mejillas, pero nada me importaba. Estaba tan cerca. Tan cerca de contarle que no estaba sola.

Hasta que me detuve en seco.
El patio no estaba despejado. No se oía ni un ladrido.
Solo el silencio.

Esperaba ver humo saliendo de la chimenea.
En cambio, solo vi la cerradura colgando, quieta, como una burla.

No había rastro de vida. Ni gallinas, ni la cabra Agripina, ni Pek, ni Iván.
Sentí que el corazón se me desplomaba.

Me senté sobre un tronco, hundiéndome casi en la nieve dura, tratando de calmar la avalancha de pensamientos que me golpeaban. ¿Se habría ido de vacaciones? ¿Lo trasladaron a otro lugar? ¿Se habría enfermado? ¿O… había pasado algo peor?

Mi mente, siempre tan dada al dramatismo, empezó a disparar imágenes una tras otra: Iván herido en medio del bosque, atrapado por un árbol caído o —Dios no lo quisiera— devorado por un oso. Lo veía tumbado en la nieve, con Pek dando vueltas a su alrededor, fiel e impotente. Cada pensamiento era más absurdo que el anterior, pero también más devastador.

Intenté respirar, pero el aire era tan frío que dolía. Cerré los ojos y me obligué a pensar que, quizás, simplemente se había ido. Quizás había tenido que marcharse por algo trivial, un asunto familiar o un traslado. Sí, eso tenía sentido.
Pero el vacío de aquella casa, tan inmóvil, tan muda, me gritaba otra cosa.

Con las manos temblorosas, saqué del bolso un cuaderno y un bolígrafo. Escribir me daba una sensación infantil de control, como si al poner palabras pudiera contener el caos. Redacté una nota breve: pedía que cualquiera que supiera algo de Iván me llamara, que me avisara, que no me dejara en la incertidumbre. Doblé el papel con cuidado y lo coloqué bajo la cerradura, sintiendo que ese gesto era una súplica silenciosa al universo.

Me quedé un momento allí, quieta, escuchando el silencio del bosque. El viento se colaba entre los árboles como un murmullo lejano. Luego di media vuelta y regresé al coche.

No podía irme sin saber.

Encendí el motor y, guiándome por el GPS, conduje hacia el pueblo más cercano. La carretera era estrecha, bordeada de pinos, y cada curva parecía repetirme la misma pregunta: “¿Y si no lo encuentras?”

El pueblo resultó pequeño y gris: dos calles, un bar-tienda y una parada de autobús abandonada. Pregunté a un par de vecinos sobre la cabaña y sobre Iván, pero todos me miraban con esa mezcla de curiosidad y cautela reservada a los forasteros con historias raras. Nadie sabía nada. O, al menos, nadie quería saber.

Cuando estaba a punto de rendirme, vi a un hombre con chaqueta verde y botas embarradas cargando una caja de leña. Su rostro curtido por el frío tenía esa expresión de quien está acostumbrado a escuchar historias extrañas.




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