Mi querido leñador

Capítulo 55. Lisa

No sabía en qué momento había dejado de reconocerme.
Hubiera sido tan fácil culpar de todo al embarazo, a las hormonas, a esa maraña de emociones que me hacían llorar con anuncios de yogures y enfurecerme por una tostada quemada. Pero, en el fondo, sabía que no era eso. Había algo más profundo, incómodo: había renunciado a mi sueño.
Así, sin drama, sin despedida.

Durante años había repetido que quería llegar a ser arquitecta jefa. Lo había dicho en entrevistas, en fiestas, incluso frente al espejo, con la seguridad de quien cree tener su destino trazado.
Y ahora, de pronto, me daba igual.
Era el colmo de la estupidez. O tal vez de la lucidez. Últimamente ambas cosas me parecían sospechosamente parecidas.

Esa mañana, Ferrero nos llamó a Julen y a mí a su despacho. Entramos casi al mismo tiempo. Ferrero estaba de pie junto a la ventana, con ese aire de juez cansado que tanto le gustaba exhibir.

—Bueno, queridos —empezó sin preámbulos—, una disputa honesta resolvió la situación por el puesto de arquitecto jefe.

Julen tragó saliva; yo contuve el aire.

—Lisa, se le ordena urgentemente ir a la oficina de Build Invest Group. Su proyecto ha sido seleccionado entre los cinco primeros.

Por un instante creí que había oído mal.
—¿Perdón? —alcancé a decir.

—Que su proyecto ha sido seleccionado —repitió, sin alterarse—. Quieren reunirse con usted.

Abrí los ojos y la boca al mismo tiempo, muda, incrédula.
¡Mi proyecto estaba entre los cinco mejores!
Eso, en nuestro mundo, era como si a una diseñadora le ofrecieran reconstruir la Torre Eiffel.

El corazón me dio un salto.
¡Mi casa, esa idea que había dibujado casi sin esperanza, podía construirse! Quizá no para el cliente principal, pero sí para alguien con dinero suficiente para hacerlo realidad.
Build Invest Group no era una empresa cualquiera: operaba a nivel internacional, movía presupuestos que daban vértigo. Aquello podía cambiar mi carrera.
Y, siendo honesta, también mi cuenta bancaria, que últimamente lloraba más que yo.

Ferrero prosiguió con su tono implacable:
—Tendrá que reunirse con el cliente esta tarde. Quieren hablar directamente con la autora.

La autora.
Esa palabra se instaló en mi pecho como un fuego lento. No el equipo, no la oficina, no el estudio. Yo.

Asentí, intentando sonar profesional.
—Por supuesto, señor Ferrero.

—No la felicito todavía —añadió—. El éxito hay que ganarlo dos veces: con el talento y con el carácter.

Por un instante todo pareció encajar: el esfuerzo, las noches sin dormir, las horas de bocetos, las discusiones con Mariluz por cada número de presupuesto calculado.
Y sin embargo, justo en ese momento de gloria, cometí un error imperdonable: miré a Julen.

No sé por qué lo hice. Tal vez por instinto, por buscar complicidad, o porque aún no había aprendido a mirar la vida sin pedir permiso.
Él estaba pálido, con el cuello empapado de sudor y esa expresión derrotada que solo tienen los hombres que no saben perder.
Me dio pena. Una pena absurda, casi física.

Julen, el brillante, el favorito de Ferrero, el que siempre hablaba de sostenibilidad con aire mesiánico.
Julen, que había corregido mis planos sin que se lo pidiera, convencido de que su criterio era superior.
Y ahora estaba ahí, yendo hacia la puerta con pasos pesados, encogido, con la mandíbula tensa.

Sentí una mezcla absurda de compasión y alivio. No debería haberme importado, pero me importó.
Respiré hondo. Tal vez había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.

—Señor Ferrero —dije, tratando de sonar tranquila—, debo advertirle que en siete meses no podré trabajar para usted.

Levantó la cabeza, desconcertado.
—¿Cómo que no podrá trabajar para mí? —preguntó con un tono entre irritado y curioso.
Julen, que aún no se había ido del todo, se giró bruscamente. De pronto parecía una oreja con piernas.

—No estoy pensando en irme con Build Invest —aclaré antes de que sacara conclusiones—. La cuestión es mucho más simple. Voy a ser madre, y tomaré la baja por maternidad.

El silencio cayó como una losa.
Ferrero parpadeó un par de veces, incapaz de procesarlo.
Julen, en cambio, lo entendió a la perfección. Y entonces ocurrió algo que nunca había visto: sonrió.
No una sonrisa amable, ni siquiera educada. Una sonrisa de alivio, de “ah, al final el universo me compensa”.

—Por eso creo que sería mejor dejar al señor Carro en el puesto de arquitecto jefe —añadí, con la calma más profesional que pude fingir—. A mí me basta con que Build Invest Group haya elegido mi proyecto. Eso ya me hace un nombre como arquitecta.

Ferrero se acomodó en la silla, incómodo.
—Hablaremos de eso más adelante, en un ambiente más relajado —murmuró—. Pero ahora, señorita Vainberg, debe ir a la presentación de su proyecto. No conviene hacer esperar a un cliente de esa categoría.

Asentí.
—Entendido.

Salí del despacho con el corazón dividido en mil piezas.
Había logrado lo que siempre quise… justo cuando estaba dispuesta a dejarlo ir.
Y mientras caminaba hacia mi estudio, con Julen sonriendo discretamente detrás de mí, sentí que mi vida se movía en dos direcciones opuestas: una hacia el futuro que había soñado, y otra hacia el que no pedí, pero que, para mi sorpresa, empezaba a querer.

Julen, que hacía unos minutos parecía un alma en pena, empezó poco a poco a resucitar. Como si mi confesión —esa bomba silenciosa que lancé en el despacho— le hubiera devuelto la sangre al cuerpo.
Su rostro recobró color, se acomodó las gafas y, de pronto, su voz volvió a adquirir ese tono seguro y resbaladizo que conocía tan bien.

No tardó ni diez minutos en acercarse a mi mesa con su falsa cordialidad habitual.
—Bueno, Lisa, parece que la suerte te sonríe —dijo, apoyándose en el borde de mi escritorio, con una sonrisa que olía a revancha—. Aunque ya sabes cómo son estas cosas: a veces los clientes cambian de opinión en el último momento.




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