Mi querido leñador

Capítulo 56. Lisa

Maldiciéndome por haber sido tan impulsiva al perdonar a Julen —como si la compasión fuera una virtud y no una trampa—, me dirigí a la oficina de Build Invest Group.

El edificio me recibió con su frialdad impecable: vidrio, acero y silencio. Me hicieron pasar a la sala de presentaciones y me pidieron que esperara. Todo era perfecto, limpio, ordenado… y, de pronto, tuve la sensación de no pertenecer allí. Como si ese concurso, ese proyecto por el que debía estar emocionada, se hubiera vuelto irrelevante.

Mi cabeza seguía ocupada por el mismo pensamiento: Mi maldito leñador.
Había pasado el día anterior llorando como una idiota en lugar de preparar la presentación como una profesional.

—Sí, soy una loca enamorada… y encima embarazada —me murmuré, con un intento de humor amargo—. Una combinación explosiva. Pero también soy una excelente arquitecta, y eso, por suerte, todavía no se me ha olvidado.

Respiré hondo, reuniendo toda la voluntad que me quedaba. No podía cometer otro error. No esta vez. No iba a permitir que las emociones me arrebataran también esta oportunidad.

Coloqué mi moqueta sobre el panel, ajusté los bordes y repasé cada detalle del proyecto, intentando parecer segura. Postura recta, sonrisa leve, aire profesional. Aunque por dentro me temblaran las manos.

Entonces una mujer de mediana edad, elegante y amable, se me acercó con una sonrisa pulida.
—Señorita Vainberg, ¿puede acompañarme, por favor? El director general, el señor Solen, quiere verla en su despacho.

La seguí sin hacer preguntas. Cuando te invitan a una conversación así, no te niegas… incluso si lo único que deseas en ese momento es una barra de chocolate o una rodaja de limón para mantenerte en pie.

Cuando la puerta del despacho se abrió, me pareció entrar en otro mundo. Era un espacio amplio, luminoso, con ventanales tan altos que parecían tragarse la ciudad. Todo olía a éxito, a control, a decisiones que cambian destinos. El despacho de un hombre que no conocía el fracaso.

Y ahí estaba él.
Un hombre, concentrado en la pantalla de su ordenador. Su perfil, apenas delineado por la luz del ventanal, me resultó inquietantemente familiar. Pero mi mente, cansada, no lograba encajar la imagen.

Hasta que levantó la vista. Dos ojos azules me atravesaron con una calma insoportable. Y el mundo… simplemente se inclinó.

Era él. El hombre del abrigo azul oscuro. El que había visto en el centro comercial aquella tarde fatídica, cuando todo en mi vida empezó a tambalearse.

Se levantó despacio, sin apartar la mirada de la mía.
Un paso.
Otro.
Más cerca.
Más cerca.

El aire se espesó. Cada movimiento suyo parecía una cuenta regresiva hacia algo inevitable. Se detuvo a la distancia de un brazo, y con voz grave, templada y clara, pronunció:

—Hola, Lisa.

El mundo se volvió líquido. Sentí que el suelo desaparecía. Mi corazón se detuvo, o al menos, dejó de comportarse como un órgano racional.

—¿Iván? —susurré, apenas reconociendo mi propia voz.

Él sonrió. Esa sonrisa… la misma que conocía de memoria. Una mezcla de ternura, seguridad y una calma que siempre me había desarmado.

—Sí, soy yo, cariño.

“Cariño.”
La palabra me perforó. Dicha con la naturalidad de quien la ha repetido muchas veces al oído de alguien. Y entonces supe que no era un sueño. Era real.

Mi mente trató de entender lo imposible: su barba había desaparecido, su cabello estaba perfectamente peinado y vestía un traje oscuro, una camisa blanca impecable y un reloj que costaba más que mi coche.
No era mi leñador.
No era el hombre del bosque.
Era otro.

—¿Dónde está tu barba? —pregunté, porque era lo único que mi cerebro fue capaz de articular.

Él se encogió de hombros, sonriendo con un aire travieso.
—La corté.

No sabía si reír, llorar o gritar. Lo observé, intentando unir las dos versiones de él: el hombre que olía a humo y pino, y el que ahora olía a dinero y ciudad.

—No entiendo… —susurré, acercándome un paso más, con el corazón golpeando en mi garganta—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Necesitaba tocarlo, asegurarme de que era real, que tenía carne, temperatura, latido, por eso apoyé mi mano en su pecho.
Él me sostuvo la mirada, inmóvil.
—Esta es mi empresa —dijo, con esa serenidad que solo tienen los hombres que saben exactamente quiénes son.

Me quedé helada.
—¿Tu empresa? ¿“Build Invest Group”?

Asintió una sola vez, tranquilo, como si hubiera dicho “sí, me gusta el café sin azúcar”.

El aire se escapó de mis pulmones. Era él. Mi Iván del bosque. Y, al mismo tiempo, el director de la compañía más importante del país.

El universo, parece, tenía un sentido del humor perverso.

—¿Y el bosque? ¿Pek? ¿Agripina? —pregunté, las palabras tropezando unas con otras, empapadas de incredulidad.

Él sonrió y me abrazó por la espalda con ternura.
—Siguen bien con su amo. Yo… estaba de vacaciones.

¡Vacaciones! La palabra me explotó en la cabeza.
Lo miré fijamente. Su rostro, ahora visible, era tan hermoso que dolía mirarlo. Pero detrás de esa perfección había algo que no podía perdonarle: la mentira.

—¿Quieres decirme que todo lo de allí no era verdad? —mi voz empezó a quebrarse—. ¿Que para ti fue solo una especie de pasatiempo? ¿Un juego de rico aburrido que se disfraza de leñador para divertirse?

Él me miró, sereno.
Yo ardía.

Durante dos días no había comido, no había dormido, convencida de que algo terrible le había pasado. Lo imaginé herido, perdido, enfermo. Lo busqué, lo lloré.
Y él… estaba aquí. En su oficina, oliendo a colonia cara, sonriendo con calma.

La rabia me subió desde el estómago hasta la garganta.
—¡Eres un mentiroso! —grité, me escapé de su abrazo y le di un golpe con el bolso en el hombro. Con toda la fuerza del corazón roto, de la confusión, del amor traicionado.




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