Mi querido leñador

Capítulo 57. Iván

En mi opinión, he olvidado cómo entender a las mujeres. O mejor dicho, he olvidado cómo entender a una en particular.

A ella.
La única que importa. La que necesito. La que, en algún rincón de mi alma, siempre supe que era mía.

Lástima que lo comprendí demasiado tarde. Quizá porque pasé demasiado tiempo negándolo, ocultándome detrás de mi propio orgullo, intentando convencerme de que no podía ser ella… de que no debía serlo.

Pero cuando leí su nota —esas líneas escritas con una mezcla de ternura y desesperación—, lo supe. Ya no podía seguir esperando.
Lisa me estaba buscando.
Lisa me echaba de menos.
Y esa sola certeza hizo temblar todos los muros que había levantado entre nosotros.

Llamé a Ferrero esa misma mañana. Ordené adelantar la presentación de su proyecto. No podía seguir jugando al escondite con mi propio destino.
Y cuando la vi cruzar la puerta de mi despacho, tan hermosa, tan vulnerable, tan mía… todo dentro de mí se quebró.

Ya no tuve fuerzas para seguir fingiendo. Me quité la máscara, la coraza, la distancia, y me mostré tal cual era.

Pero lo que encontré en su mirada no fue lo que esperaba.
No hubo alivio. No hubo alegría. No corrió hacia mí.
Solo esa expresión de incredulidad herida, como si el mundo se hubiera burlado de ella una vez más.

Cuando por fin entendió que el leñador salvaje y el director eran la misma persona, sus ojos se nublaron y me golpeó con su bolso.
Y comprendí que podría perderla. Intenté calmarla, pero era imposible. Sí. Dejo de golpearme, pero cuando intenté acercarme, tocarla, ella retrocedió con un gesto que me dolió más que cualquier palabra.

—No lo hagas, Iván. No vale la pena empezar de nuevo.

Su voz era firme, pero tenía ese temblor que delata a quien está conteniendo un llanto.

—¿Por qué no? —pregunté, sin reconocer mi propia voz. — Me buscaste.

Ella me miró con un cansancio infinito.
—Porque te creí. Y ahora entiendo que ese fue el mayor error de mi vida.

Dio media vuelta para marcharse.
—¡No! —ordené instintivamente, con ese tono autoritario que uso en las reuniones, pero enseguida me odié por ello.
Bajé la voz, le hablé como se le habla a lo que uno ama y teme perder.
—No te vayas así. Te lo pido… hablemos. —La tomé suavemente por los hombros.

Ella se detuvo. Respiró hondo.
—¿Sabes? Daría cualquier cosa por haber escuchado esas palabras entonces… en el bosque.

Sus ojos se humedecieron, y fue como si el tiempo se detuviera.
—Pero ahora ya no tiene sentido —susurró—. Todo lo que construí contigo era aire, Iván. Castillos en el aire. Y ahora solo queda polvo.

Cada palabra era un golpe directo al pecho.

—Al menos hoy sé la verdad —continuó, con una sonrisa triste que me partió el alma—. Imagínate… fui a buscarte a la cabaña, como una tonta enamorada. Quería decirte que renunciaría a todo, a mi carrera, a mi vida en la ciudad… solo por estar contigo.

Su voz se quebró del todo.
—Y tú no estabas. Ni tú, ni Pek, ni Agripina. Solo el silencio... Durante dos días pensé que te había pasado algo terrible —continuó—. Que estabas herido. Que te habías perdido. Y mientras yo me desesperaba, tú estabas aquí. En tu oficina. Con tu traje. Con tu mentira.

Suspiró hondo, y en ese suspiro había un adiós.
—Te burlaste de mí, Iván. Y eso… no puedo perdonarlo.

Y sin darme tiempo a decir una palabra más, se marchó.

La vi alejarse con pasos firmes, aunque su espalda temblaba apenas perceptiblemente.

Por primera vez en mi vida, no supe qué decir, ni que hacer.
Yo, que siempre había tenido una respuesta para todo, que sabía manejar a cualquier interlocutor, que podía leer una sala como un libro abierto… me quedé mudo.

Con las mujeres, las cosas solían ser simples: bastaba mi posición, mi apellido o el brillo de las piedras preciosas para ganarme su atención.
Pero con Lisa no. Con ella, todas las reglas dejaron de servir.

No se impresionó con mis trajes ni con mis cifras.
Lo que la enfureció, paradójicamente, fue que ya no era el leñador.
Que me había afeitado. Que estaba limpio, peinado, oliendo a colonia, no a humo ni a madera.

Y en lugar de pasión, hubo primero furia… y luego una decepción quieta, una especie de dolor resignado que me atravesó más que cualquier reproche.

Era absurdo, y sin embargo cierto: Lisa prefería al hombre del bosque antes que al empresario. Al barbudo antes que al que se lavaba las manos con jabón francés.

—Aquí está la señorita Codicia —murmuré con amargura, recordando mis propios prejuicios—. La que yo temía que amara el dinero… resultó amar justamente lo que no lo tenía.

El hombre al que ella extrañaba, el que amaba, no existía.
Era una invención. Un disfraz que yo mismo había creado y en el que, sin querer, me había quedado atrapado.

Entendí que me costaría mucho recuperar su confianza. Sonia tenía razón.
Lo supe en el instante en que la vi alejarse, con esa rigidez en los hombros que solo tiene quien está conteniendo las lágrimas.

Pude haberla seguido. Gritar su nombre. Llamar a las guardias para pararla.
Pero no lo hice.
Porque en su mirada, antes de desaparecer, vi algo peor que la rabia: vi la decepción.
Y contra eso no hay palabras que sirvan. Solo tiempo y acciones.

Así que la dejé ir.

La observé por la ventana como salía del edificio, subía al coche y se perdía entre el tráfico, hasta que el reflejo rojo de las luces traseras se disolvió en el gris de la tarde.

En ese momento noté la presencia de alguien a mi lado.
Giré la cabeza y lo vi. Era Hans, impecable como siempre, con su abrigo largo y esa serenidad germánica que lo hacía parecer inmune a cualquier catástrofe emocional.

—Es ella, ¿verdad? —preguntó con voz baja, sin necesidad de señalar.




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