Lo único que sentía era el ardor del engaño.
Un fuego helado que me quemaba desde dentro, dejándome sin aire, sin suelo, sin rumbo.
Me había sentido deliberadamente engañada por Iván. No había duda. Cada palabra, cada sonrisa suya, cada silencio medido parecía ahora parte de un elaborado teatro.
Y yo, ingenua, había sido su espectadora más crédula.
Por momentos me odiaba a mí misma.
Por no haberlo notado, por no haber querido verlo.
Por haber confundido la cortesía con la bondad, la educación con la pureza, la inteligencia con la verdad.
Recordaba su forma de hablar sobre la estructura de la cabaña… Ningún guardabosques común hablaba así. Ninguno sabía de arquitectura como él.
Las señales estaban ahí, tan claras, tan evidentes. Pero yo no las vi. Porque no quise verlas.
Y ahora me sentía ridícula. Engañada no solo por él, sino también por mí misma. Pero lo peor era que no sabía qué dolía más: la mentira, o la posibilidad de que su amor hubiera sido tan falso como su barba.
¿Cómo decirle ahora lo de Milagros?
El pensamiento me atravesó de repente, tan punzante que me costó respirar.
Hasta ese momento, había intentado concentrarme solo en mi rabia, en la traición, en esa sensación de haber sido deliberadamente engañada por el hombre al que amaba. Pero debajo de todo eso, latiendo en silencio, había algo mucho más poderoso: la vida que crecía dentro de mí.
Milagros.
De repente, ese pensamiento me asustó más que nunca. Porque ahora ya no era hija de un leñador desconocido, de un hombre sencillo y libre del bosque.
Ahora su padre era Iván Solen: un hombre poderoso, influyente, capaz de cambiar el destino de cualquier persona con una sola decisión.
¿Cómo reaccionaría si lo supiera? La pregunta me helaba.
Porque si algo tenía claro era que Iván no era un hombre fácil de enfrentar. Su mirada podía desarmarte, su voz podía convencerte de cualquier cosa… y su poder, simplemente, aplastarte.
¿Y si intentaba quitarme a mi hija? ¿Y si decidía que esa criatura debía formar parte de su mundo, no del mío?
Apreté los labios, sintiendo el peso del miedo recorrerme como un escalofrío. No, no podía permitirlo. No dejaría que esa vida se contaminara con sus mentiras, ni con sus máscaras.
Pero al mismo tiempo, una parte de mí —la más débil, la que aún lo amaba a pesar de todo— se preguntaba cómo sería ver su rostro cuando se enterara.
¿Se conmovería?
¿Cambiaría algo en su interior?
¿O simplemente me miraría con esa frialdad suya, calculando el problema, buscando la solución más conveniente para él?
Pensar en eso me partía el alma. Porque, aunque lo negara, aún deseaba creer que en algún rincón de ese hombre había quedado algo del leñador. El que me cuidó cuando estaba herida. El que me hacía reír y gritar de placer. El que me miraba como si el mundo terminara en mis ojos.
Durante horas me debatí entre el odio y la nostalgia, entre la furia de haber sido manipulada y la melancolía de recordar cómo me miraba, cómo me tocaba, cómo me amaba.
Era una batalla silenciosa dentro de mí: una parte quería borrarlo para siempre, la otra no podía dejar de buscar su voz en el eco del silencio.
La noche me encontró exhausta, con los pensamientos desordenados y el corazón hecho un nudo. Me dejé caer en el sofá, sin fuerzas ni para llorar. En algún momento, el sueño me venció.
Y entonces él volvió.
En mis sueños era el de antes: el leñador de mirada cálida, el hombre que olía a bosque y lluvia, el que me abrazaba sin palabras, el que parecía comprenderlo todo sin necesidad de explicaciones.
Me refugié en esa ilusión como quien se aferra a un último respiro.
Por eso, cuando el timbre sonó y me arrancó de aquel sueño, tardé unos segundos en distinguir la realidad.
Y cuando abrí los ojos, allí estaba él.
De pie en el umbral, con su traje impecable, pero tenía el rostro cansado, las ojeras marcadas y una sombra en los ojos que antes no estaba. Ya no era el hombre arrogante del despacho, ni el guardabosques fuerte del bosque.
Era otro. Un hombre que parecía dolerle su propia existencia. y esa expresión entre la culpa y la esperanza.
Durante un instante creí que aún soñaba. Y quizá por eso… no lo eché a patadas.
—Lisa… —su voz fue apenas un susurro, pero bastó para desatar un torbellino en mi pecho.
—No tienes derecho a decir mi nombre así —respondí, intentando que mi tono sonara firme, aunque me temblaban las manos.
Él no se movió. Se quedó ahí, mirándome, con una mezcla de miedo y ternura.
—Solo quiero hablar —dijo al fin.
—¿Para qué? —le interrumpí—. Para mentirme más.
Sus ojos buscaron los míos, y odié el modo en que esa mirada seguía haciéndome dudar de todo.
—No fue una mentira —dijo con voz ronca—. Fue un error. Un error que me está costando más de lo que imaginé.
Quise reírme, pero la voz se me quebró.
—¿Un error? ¿Jugar con los sentimientos de alguien? ¿Con mi vida? ¿Con lo que sentía por ti?
—No, Lisa… —dio un paso hacia mí, pero yo levanté una mano advirtiéndole que no se acercara.
—Ni un paso más, Iván.
Él se detuvo. Apretó los labios, respiró hondo.
—Lisa, por favor, dame una oportunidad de explicarte. —susurró—. Porque no puedo vivir sin ti.
Esas palabras me atravesaron como una hoja fría. Me dolieron más de lo que quería admitir. Lo odiaba por seguir sabiendo cómo tocar la parte más vulnerable de mí.
—No digas eso —murmuré, sintiendo que mi voz se quebraba de nuevo—. Ya no te creo. No puedo creerte.
En ese momento, Iván me levantó en brazos y me llevó dentro del apartamento.
—Para creer, hay que saber —dijo mientras me sentaba en el sofá—. Y tú no tienes idea de lo que siento, lo que pienso o por qué no te detuve en ese momento.
—¿Y por qué fue?
—Porque no creí en mis sentimientos. Pensé que pasaría, que solo había sido una pequeña aventura durante mi encierro en el bosque. Pero me equivoqué. Sin ti, esa cabaña ya no era la misma, por eso volví a la ciudad.
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Editado: 26.10.2025