—Explícame, ¿qué estabas haciendo en el bosque? —pregunté, removiendo el azúcar en el café con la cuchara, sin atreverme a mirarlo.
El tintineo metálico llenaba el silencio. Mantener la vista fija en la taza me permitía fingir que todo era igual, que frente a mí estaba el leñador de siempre, no el hombre que había visto horas antes en su despacho, impecable, con la voz de mando que podía cambiar el ánimo de cualquier sala. Era más fácil hablar con el recuerdo que con la realidad.
Iván no respondió de inmediato. Se pasó una mano por la nuca, incómodo, dejando escapar un suspiro largo.
—Tuve estrés —dijo al fin—. Demasiado trabajo, demasiadas presiones. Hasta tal punto que estaba dispuesto a devorar a todos mis empleados. El médico me aconsejó un cambio de ambiente, aire fresco… descansar. Le alquilé aquella casa a un verdadero guardabosques.
Lo miré, arqueando una ceja.
—¿Y no se te ocurrió ir a un balneario, una costa cálida? Hubiera sido más lógico, ¿no?
Él sonrió apenas, con esa mezcla de ironía y cansancio.
—Todo eso me parecía una tontería. Necesitaba algo más radical, algo que me llegara hasta los huesos.
—¿Por eso elegiste vivir en un desierto helado? —pregunté, apoyando la espalda contra la silla.
—Decidí salir de mi zona de confort —respondió sin dudar.
—Un poco demasiado lejos, ¿no te parece?
—Necesitaba reiniciarme completamente, —dijo, mirándome con calma—. Mirar mi vida desde otra perspectiva.
Giré la cuchara dentro de la taza en silencio. Recordé la sensación que tuve en el bosque: todo parecía limpio, fresco, simple. Todo parecía real. Ahora, frente a él, esa pureza parecía una cruel ironía. Porque si aquel reinicio fue liberador para él, para mí fue el inicio de una mentira.
—Entonces, ¿qué cambiaste en tu vida? —pregunté, levantando la mirada—. Bueno… aparte de dejarte crecer la barba y luego afeitarte.
Su expresión se suavizó un poco.
—Cambié mi actitud hacia muchas cosas. Dejé de desgarrarme, de correr sin mirar alrededor, sin valorar lo que tenía. Antes creía que el éxito era lo único que importaba. Ahora entiendo que hay que vivir de otra manera.
—¿De verdad? —me reí nerviosa, y la risa se quebró enseguida en un sollozo contenido.
—No planeé mentirte —dijo con voz baja—. Realmente, en el bosque, solo quería dejar de ser simple Iván, no señor Solen por un tiempo.
Sus palabras me hicieron tragar saliva con dificultad. Parte de mí quería creerle. La otra parte, más amarga, se negaba rotundamente.
—Y sin embargo, no me dijiste nada, incluso cuando marchaba —dije con la voz temblorosa—. ¿O yo era también parte del descanso y tu terapia de fingir ser otro?
—No —replicó—. Tu presencia lo cambió todo. Me enseñaste que podía ser feliz.
—¿Qué quieres decir?
—Contigo, por primera vez, no tuve que ser nadie. Ni jefe, ni empresario, ni Solen. Solo… yo. El hombre que corta leña, prepara gachas quemadas y se ríe cuando tú intentas ordeñar a Agripina.
Esa imagen me golpeó, porque era cierta. Recordé su risa, su mirada, su voz, y sentí que el suelo se movía bajo mis pies.
—Y aún así —susurré—, elegiste callar. Elegiste dejarme sola…
Él asintió despacio.
—Porque me dio miedo. Porque lo que sentía por ti no estaba planeado. Y temí que, si te decía la verdad, todo cambiaría.
—¿Sabes, Iván? —meneé la taza distraídamente, observando el remolino de café en el fondo—. Allí, en el bosque, me pareció que había encontrado algo verdadero. Un hombre de verdad. Un amor de verdad. En medio de este torbellino absurdo que es la vida moderna, tú eras… una roca. Sólido, imperturbable. El punto donde todo lo superfluo se detenía: la vanidad, la prisa, los deseos ridículos de demostrar algo.
Él me miraba en silencio, frunciendo el ceño. Cada palabra mía parecía dolerle más, como si lo obligara a mirarse en un espejo que preferiría evitar.
—A tu lado —continué, sin mirarlo— quise detenerme. Salir de esa carrera sin fin por un premio que ni sé si existe. Solo vivir, ser feliz sin medirlo. Pero hiciste trampa, Iván. Fingiste ser alguien que no existía.
—¿Por qué no existía? —dijo con un destello de indignación—. Aquí estoy, frente a ti. Todo es igual que antes.
Negué lentamente.
—No, no lo es.
Él me miró con orgullo herido y deseo de convencerme.
—¿Entonces me mides solo por una barba y una motosierra? ¿Te gustan los hombres rudos, sin rastros de civilización?
—No es solo eso —sonreí amarga—. También una casa en el bosque, una cabra testaruda y un perro baboso que dormía a tus pies. Las camisas viejas, las tardes tranquilas, las charlas sin máscaras, los paseos por el bosque que olían a resina y nieve. ¿Dónde está todo eso ahora? Dime, Iván, ¿qué de todo eso era realmente tuyo?
Una pausa.
Él bajó la mirada y luego la levantó con un brillo fugaz de humor.
—La camisa, definitivamente, era mía —dijo con una sonrisa casi infantil.
A pesar de todo, me reí. Una risa breve, quebrada. Y la tristeza regresó, densa, inevitable.
—A veces pienso —susurré, sin mirarlo— que aquel hombre del bosque era el verdadero. Y me aterra la idea de que quizás… nunca vuelva a encontrarlo.
—No digas eso —replicó, con urgencia—. Ese hombre soy yo, Lisa. Si me dejas, podemos volver a ser felices.
Negué lentamente, conteniendo las lágrimas.
—No, Iván. Lo nuestro solo funcionó allí… en el bosque, entre la nieve y el silencio. Allí donde el mundo no existía y las mentiras tampoco.
Me levanté, caminando hacia la ventana, buscando aire. El olor del café se mezclaba con su perfume, cargando la habitación con una tensión casi insoportable.
—¿Y mi proyecto, Iván? —pregunté finalmente, sin mirarlo—. ¿Fue realmente elegido por su calidad… o fue tu forma de compensar tu culpa?
Hubo un silencio pesado. Su voz llegó tensa, suplicante:
—Tu proyecto fue elegido porque era el mejor. Yo ni siquiera estuve en la reunión. Hans personalmente escogió tu proyecto y quiere que vayas con él a Alemania, para ver el terreno y hablar con los técnicos.
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Editado: 26.10.2025