Mi querido leñador

Capítulo 60. Iván

Salí del piso de Lisa con la sensación de haber cometido la estupidez más grande de mi vida.
Tenía que haber escuchado a Hans, dejar que el tiempo enfriara las cosas, pero no pude.
Necesitaba verla. Oírla. Sentir que aún quedaba algo entre nosotros. Yo esperé demasiado su primer paso, pero eso no me ayudó en nada.
Ahora, bajando las escaleras del edificio, cada paso resonaba como una sentencia.
Me sentía un idiota absoluto.

Ella estaba dentro, con la puerta cerrada entre nosotros, y yo podía imaginar su mirada —herida, ofendida, desconfiada. Y tenía razón; cualquiera en su lugar se habría sentido así. Después de abrir tu corazón, de mostrarte tal como eres, que te devuelvan desconfianza y silencio. Es un golpe que no se olvida fácilmente.

Había jugado con su confianza por miedo. Miedo a ser usado, a que mis sentimientos fueran manipulados por interés, a repetir viejas heridas de las que no había sabido protegerme. Esa defensa, que en su momento me pareció necesaria, ahora se presentaba desnuda y absurda ante mí: había perdido lo que más quería.

¿Qué podía hacer ahora?
Sabía que Lisa no querría hablar conmigo. Ni hoy, ni mañana, ni dentro de un mes. Y sin embargo, necesitaba hacerlo. Explicarme. Pedirle perdón sin excusas. Convencerla de que no había mentiras por maldad, solo por miedo. Curar lo que yo mismo había herido.

La quería. Quería vivir con ella, despertarme a su lado, discutir por tonterías y reconciliarnos con una mirada. Quería una familia. Un hogar. Pero antes debía ganarme de nuevo su confianza.

Pensé en estrategias ridículas y en otras menos ridículas. ¿Bombardearla con flores y regalos hasta agotarla? Tonterías; además, me dio entender, que no le importa ni mi estatus, ni mi dinero. ¿Cantarle serenatas bajo su ventana? Peor aún —esa idea me haría responsable de la salud mental de los vecinos, porque mis cualidades para el canto eran limitadas.

Necesitábamos un nuevo comienzo. Un punto de partida que no estuviera contaminado por todo lo que había salido mal. Entonces recordé sus palabras:
“Lo nuestro solo funcionó en el bosque.”

¡El bosque! ¡La cabaña vieja!

Debíamos volver allí. Al lugar donde todo empezó, donde todo había sido sencillo y verdadero, donde su corazón parecía vivir todavía. Allí no habría escapatoria, solo nosotros y la verdad obligada. Allí podríamos desmontar los muros y recomponer lo roto.

Lo primero que hice al llegar a mi despacho fue llamar a Georg.

—Dime que ya la compraste —fue lo primero que solté, sin saludo.

Al otro lado del teléfono, escuché su risa pausada.
—Buenos días también para ti, Iván. ¿Qué se supone que compré?

—La cabaña. Dime que la compraste —insistí, caminando de un lado a otro.

Se hizo un silencio incómodo, ese que siempre precede a las malas noticias.

—No la compré —dijo al fin, con su tono tranquilo.

Me detuve.
—¿Cómo qué no?

—El guardabosques se negó a venderla —explicó Georg—. Dice que esa casa tiene alma y no se entrega “a cualquiera con dinero”. Intenté ofrecerle más, pero fue inútil.

Suspiré. Claro, ese viejo testarudo no la vendería por nada del mundo.
Para él, la cabaña era algo más que una casa. Y quizás tenía razón.

—¿Qué te contestó exactamente? —pregunté, buscando alguna rendija de esperanza.

—Que la cabaña pertenece al bosque, no al hombre. Y que si la quieres usar, puedes alquilarla. Venderla, ni hablar.

Alquilarla. No era lo que soñaba, pero bastaba.

—Entonces hazlo —ordené sin dudar—. Renta la cabaña. No importa el precio.

—¿Otra vez piensas esconderte allí? —preguntó Georg, con ese tono de amigo que mezcla preocupación y sarcasmo.

—No —respondí, mirando por la ventana—. Esta vez no voy a esconderme. Voy a arreglar lo que rompí.

—¿Y piensas que Lisa querrá acompañarte a un bosque helado después de todo?

—No —admití—. Pero igual irá.

—¿Planeas secuestrarla?

La pregunta sonó a broma, pero me dejó callado un instante.
Lisa jamás aceptaría ir voluntariamente.
Tendría que “ayudarla a decidir”. Una locura, desde luego. Y sin embargo… recordé que la primera vez la llevé «a la fuerza» —o, mejor dicho, la arrastré a mi cabaña cuando estaba inconsciente. Eso había sido, sin duda, la decisión más acertada que había tomado.

—Llamémoslo… llevarla al lugar correcto —dije finalmente.

—Iván, eso suena a locura.

—Lo sé —respondí, apoyando la frente en el cristal frío—. Pero la locura es lo único que me queda.

Georg suspiró al otro lado.
—Está bien. Me encargaré de la cabaña. Pero prométeme que no harás nada estúpido.

—Demasiado tarde —dije con una sonrisa cansada—. Ya empecé.

Colgué y me dejé caer en el sillón. La idea seguía firme: debía llevarla allí, aunque fuera contra su voluntad inicial. Solo en aquel lugar allí, entre los árboles, todo era distinto. Allí ella había reído, había confiado, había amado.

Si había un sitio en el mundo capaz de devolvernos aquello, era ese. Y si tenía que recurrir a un acto de locura para lograrlo, entonces que así fuera.

Pero antes debía prepararlo todo. Sin precipitación. Con la precisión con la que se planea una batalla, o un rescate. Porque eso era lo que iba a hacer: rescatarla. No de nadie, sino de nosotros mismos.

Al día siguiente, llamé directamente al guardabosques. Si íbamos a volver al bosque, necesitaba tener todo como antes: Pek y Agripina incluidos. Sin ellos, la cabaña no sería la misma.

El viejo contestó con su habitual voz ronca y seca, como si las palabras le costaran esfuerzo. Apenas le mencioné la idea, no pareció sorprendido en lo más mínimo.
—Ah, así que el señor de la ciudad quiere volver a la tranquilidad —gruñó con una risa breve y sin humor.

—Necesito a Pek y a Agripina también —dije sin rodeos.

Entonces se hizo un silencio calculado. Pude imaginarlo, sentado en su porche, apretando los labios mientras pensaba cuánto podía sacar de aquello.
Cuando habló de nuevo, su tono fue casi solemne.
—Podría ser… pero esos animales están bien valorados.




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