Cuando la puerta se cerró detrás de Iván, el silencio me envolvió como un eco denso. Me quedé inmóvil, con la mano aún apoyada en el pomo, escuchando sus pasos alejándose por el pasillo, el sonido apagado de sus zapatos sobre las baldosas, el suave clic del ascensor. Solo cuando la puerta del ascensor se cerró, me atreví a respirar.
No lloré. No podía. Era como si las lágrimas se hubieran secado en algún punto entre la rabia y la decepción. Me senté en el suelo, frente a la puerta, con la espalda apoyada contra la pared. La madera fría bajo mis manos era la única cosa sólida en ese momento.
Por un instante, tuve la tentación absurda de correr tras él. Gritarle que volviera, que explicara otra vez, que mintiera un poco más, si eso servía para hacer el dolor menos insoportable.
Pero no lo hice. Ya no era la misma mujer que se había perdido en un bosque y creyó que el amor podía curarlo todo.
Iván me había amado, lo sabía, pero también me había manipulado, me había mentido, me había dejado sola con la duda. Y aunque dijera que lo hizo por miedo, el miedo no justifica el daño. ¿Cómo creer en alguien que te hace sentir que fuiste parte de un experimento emocional?
Me levanté lentamente, con el cuerpo pesado y la cabeza vacía. Tenía que ir al trabajo. No podía darme el lujo de quedarme en casa, llorando por un hombre que había destruido mi confianza con una sola mentira.
El reflejo en el espejo del pasillo me devolvió una imagen que casi no reconocí: ojos hinchados, cabello revuelto, la sombra de una mujer que había pasado la noche despierta. Me recogí el pelo, me lavé la cara con agua helada y respiré hondo. “Profesional”, me repetí frente al espejo. “Tienes que ser profesional.”
Por su culpa ya había cometido dos estupideces: primero, rechazar el puesto de arquitecta jefa; y segundo, negarme a participar como autora en la construcción de las aldeas ecológicas. Dos errores que ni el orgullo ni el despecho podían justificar. No podía permitirme una tercera. Si no podía arreglar mi vida sentimental, al menos debía salvar mi carrera.
El plan era simple: hablar con Ferrero, pedirle que delegara el proyecto de Build Invest Group a Julen, y quedarme en el estudio. Era la única manera de mantener la calma y poner distancia.
Afuera el aire de la mañana era gris, con esa luz indecisa de otoño que no calienta ni consuela. El cielo parecía de plomo. Caminé rápido hacia la estación, evitando pensar demasiado. El ruido del tráfico me anestesiaba, pero a veces, entre un frenazo o un bocinazo, aparecía su voz, su risa, su forma de decir mi nombre.
Cuando llegué al despacho de Ferrero, el reloj marcaba poco después de las nueve. Respiré hondo antes de entrar; había ensayado mentalmente cada palabra durante el trayecto, pero al ver la luz encendida detrás de la puerta, me temblaron las manos.
Golpeé suavemente.
—Adelante —respondió la voz grave de Ferrero.
Empujé la puerta. Ferrero estaba detrás de su escritorio, revisando unos planos. Frente a él, de pie, había un hombre que no conocía: alto, delgado, de unos cincuenta años, con un abrigo oscuro perfectamente cortado y una bufanda gris que parecía colocada con precisión matemática. Su cabello, entrecano, estaba peinado hacia atrás con elegancia sobria.
Me miró apenas, con una expresión neutra, pero en su mirada había algo analítico, inquisitivo, como si ya supiera más de mí de lo que debía.
—Ah, Lisa, justo a quien esperaba —dijo Ferrero, levantándose con una sonrisa amable—. Quiero presentarte al señor Hans Weber, nuestro nuevo socio y director del proyecto con Build Invest Group.
Me quedé inmóvil. Hans Weber. El nombre me sonaba. Iván lo había mencionado varias veces, con ese respeto entre socios que se entienden demasiado bien. Estreché su mano por inercia; su apretón fue firme, medido, controlado.
—Un placer —dijo él en un español impecable, con un ligero acento alemán que hacía su tono aún más autoritario.
—Igualmente —respondí, procurando sonar profesional.
Ferrero nos invitó a sentarnos.
—Lisa, Hans estará a cargo del seguimiento de todo el proyecto de aldeas ecológicas. Confío en que colaboraréis sin problemas.
Asentí sin responder. Así que este era el Hans. El mismo con quien Iván debía viajar a Alemania. Y ahora estaba allí, mirándome con esa calma peligrosa de los hombres que rara vez improvisan.
Hans hojeó unos documentos antes de hablar.
—He revisado algunos de sus diseños, señorita Vainberg. Son... peculiares. No siguen las tendencias del mercado, pero tienen personalidad. —Alzó la vista hacia mí—. Me interesa esa autenticidad.
Su tono era cortés, incluso halagador, pero yo solo pensaba en salir de allí. Mi plan de hablar con Ferrero empezaba a desmoronarse.
—En realidad —empecé con cautela—, justo venía a hablar de eso. Creo que sería mejor que Julen se encargara del proyecto a partir de ahora. Conoce bien el estilo y... sería más eficiente.
Hans me observó unos segundos, sin interrumpirme.
—No lo creo —dijo al fin—. Su visión es esencial. No quiero reemplazarla.
—Le agradezco la confianza, pero de verdad no puedo continuar —insistí.
Ferrero frunció el ceño.
—Lisa, ¿hay algún problema del que debamos hablar?
Respiré hondo.
—Sí. No puedo trabajar con Iván Solen. No después de... —me detuve, bajando la mirada— ...motivos personales.
Ferrero se removió incómodo.
—Lisa, este proyecto es demasiado importante...
Hans levantó una mano, interrumpiéndolo con calma.
—La entiendo perfectamente —dijo con serenidad—. Y respeto su decisión.
Lo miré, sorprendida. Pero antes de que pudiera agradecerle, añadió:
—Sin embargo, eso no implica que deba abandonar el proyecto. A partir de ahora, trabajará directamente conmigo. Yo me encargaré de coordinar con el señor Solen.
—¿Trabajar con usted? —pregunté, aún confundida.
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Editado: 26.10.2025