Planeaba ir al bosque el sábado por la mañana, pero no pude esperar. Para el mediodía del viernes ya estaba allí.
Marzo había llegado con su mezcla invernal y primaveral: el aire cortaba las mejillas con su frío persistente, pero el sol comenzaba a filtrarse entre los pinos, tibio, como una promesa incierta. El camino hasta la cabaña estaba cubierto de barro y nieve derretida; cada bache, cada charco me recordaba por qué amaba este lugar: nada aquí era fácil ni superficial, nada era impostado. Todo tenía un ritmo propio, una autenticidad que en la ciudad había olvidado.
El guardabosques me esperaba en la puerta, apoyado en su bastón de fresno. Su saludo fue un gesto seco, sin formalidades ni sonrisas de etiqueta, pero no lo necesitaba. Inmediatamente aparecieron sus “inquilinos”: Pek, el perro viejo y terco, y Agripina, la cabra testaruda que me había robado más paciencia que cualquier socio de negocios.
—Ahí tiene su zoológico —dijo el viejo, señalando a los animales, con su habitual sonrisa torcida.
Reí entre dientes. Aquella escena tenía algo reconfortante, como si el tiempo se hubiera detenido y el mundo real no pudiera entrar en este rincón.
Saqué el sobre con el dinero y se lo entregué. Lo contó con la minuciosidad de un contable, billete por billete, sin prisa, sin omitir un detalle. Cuando terminó, guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta, asintió y añadió:
—Todo en orden. Los animales están bien. Comen, duermen y no protestan… más que la gente, al menos.
Silbando una melodía que conocía de memoria, se ajustó el gorro y echó a andar por el sendero, perdiéndose entre los árboles.
Tan pronto como escuchó mi voz, Pek apareció desde detrás de la casa. Se detuvo un instante, olfateó el aire y, de pronto, corrió hacia mí chillando como un cachorro demasiado feliz.
—¡Eh, tranquilo, Pek! —alcancé a decir antes de que se lanzara sobre mí.
¡Dios! Nadie en mi vida me había recibido con tanta alegría. Daba vueltas, saltaba, agitaba la cola como un molino desbocado, se tumbaba de espaldas ofreciendo su vientre gris y peludo.
—Yo también me alegro de verte, amigo —susurré, sintiendo un nudo en la garganta y el ardor de lágrimas contenidas.
Lo acaricié, lo sacudí, lo abracé, aunque me ensuciara y babeara sobre mi chaqueta. No importaba la suciedad; lo único importante era esa felicidad pura y sin dobleces, que solo un animal puede dar.
Agripina apareció poco después, observándonos con aire de superioridad, meneando la cola como diciendo: “Ya has vuelto, humano tonto”. Con paso solemne se dirigió al establo, ignorándome deliberadamente.
—¡Ven aquí, cara cornuda! —le grité, alcanzándola antes de que desapareciera.
La sujeté por el cuello y la atormenté con un ataque repentino de ternura, rascándole entre los cuernos y detrás de las orejas. Sus pupilas rectangulares me miraban, incrédulas, cuestionando mi cordura. Cuando la solté, retrocedió de inmediato, ofendida, y me lanzó una última mirada de advertencia antes de girarse y marcharse fingiendo indiferencia.
—Sí, sí… también te he echado de menos —murmuré, sonriendo.
No me importaba si la cabra me despreciaba o si Pek me llenaba de barro. Lo importante era que todo estuviera listo, perfecto, para Lisa. Que ella viera que había puesto corazón y manos en cada detalle, que entendiera que esto no era solo una escapada, sino un intento de recomenzar.
Entré en la casa. El aire olía a madera húmeda y a ceniza vieja. Al cruzar el umbral, sentí cómo se me aligeraba el pecho, como si dejara atrás todas las dudas y presiones del mundo exterior. Encendí la estufa; las llamas crepitaban, llenando la estancia de un calor familiar y tranquilizador.
Fui directo a la habitación de Lisa. El sofá seguía en el mismo estado deplorable que lo dejamos. Me acerqué, lo toqué con la mano, casi instintivamente.
—¡Qué tacaño guardabosques! —gruñí para mis adentros—. Le di dinero para uno nuevo y ni siquiera lo pensó. Y si lo pidiera ahora… ¿cuándo lo traerían? —Pensé resignado—. Seguro que hasta mañana nada.
No podía esperar. Tomé la decisión al instante: mejor arreglarlo yo mismo. Subí al Jeep de Georg y me dirigí al centro comercial más cercano.
En la sección de bricolaje inspeccioné clavos, martillos, telas resistentes. Compré todo lo que faltaba, convencido de que a veces los pequeños gestos valen más que cualquier regalo caro.
Mientras cargaba los materiales, el escaparate de una joyería llamó mi atención. Un anillo sencillo, elegante, nada ostentoso. Lo observé y pensé: “Sí… esto es para ella”. Tal vez lo recibiría y no lo tiraría de inmediato. Tal vez lo entendería. Respiré hondo y sonreí para mí mismo; no podía controlar cada detalle, pero podía dar pasos firmes hacia lo que realmente importaba: reconstruir lo nuestro.
De regreso a la cabaña, me puse a trabajar de inmediato. Martillazos, clavos, telas tensadas, patas recolocados… Pek no dejaba de molestarme, saltando sobre mi espalda, mordisqueando mis herramientas. Cada golpe, cada ajuste me recordaba por qué estaba allí: no solo para reparar un mueble, sino para reconstruir un espacio donde todo pudiera comenzar de nuevo.
No era una obra maestra. Se notaban los parches, las costuras improvisadas y algún que otro desajuste. Pero al sentarme en él y hundirme en los cojines tensados, sentí satisfacción. El sofá, como yo, había pasado por tropiezos, caídas y descuidos, pero seguía en pie. Eso era lo importante.
Me recosté un momento, cerré los ojos y dejé que el cansancio de la tarde se filtrara en cada músculo. Pek se subió al sofá a regañadientes, y sorprendentemente, éste aguantó con dignidad.
La cabaña estaba tranquila. Los animales dormían o pastaban, y por primera vez en días sentí que podía respirar. Pude imaginar a Lisa llegando, explorando cada detalle, su ceño fruncido seguido de la sonrisa que podía iluminar un bosque entero.
#28 en Otros
#17 en Humor
#151 en Novela romántica
malentendidos y segundas oportunidades, amor prediccion, pueblo navidad
Editado: 26.10.2025