Y aquí estaba de nuevo. En esta casa. En esta habitación.
El mismo olor a madera húmeda y cosas viejas me envolvió apenas crucé el umbral. Todo parecía congelado en el tiempo: el cubo con trastos en el rincón, el armario torcido apoyado contra la pared como un soldado cansado, la manta raída que aún olía a humo y a invierno. Todo era igual.
¿O no?
Avancé despacio, observando cada detalle con la sensación extraña de estar en un sueño que se repite, pero en el que algo, sutil e indefinible, ha cambiado.
Entonces lo vi: el sofá. Ya no estaba roto. Alguien lo había reparado torpemente —costuras tensas, tela nueva que no coincidía del todo con el color original, un par de clavos que sobresalían apenas—, pero firme, entero.
Me quedé mirando un largo rato, sin atreverme a tocarlo. ¿Lo habría hecho el guardabosques? ¿O Iván?
La idea me golpeó el pecho con fuerza. Imaginé sus manos —esas manos que podían construir o destruir con el mismo gesto—. Pero, a pesar de la rabia, los recuerdos de cómo me amaba con esas manos provocaron un nudo en el estómago, y lo odié por eso. Por seguir sintiendo que lo deseaba.
Me senté en el borde de la cama y apoyé la cabeza entre las manos.
La tarde se deslizaba lentamente hacia el crepúsculo, tiñendo la habitación de un tono ámbar. Afuera se oía el crepitar de la estufa, el crujido ocasional de la nieve cayendo del tejado y, de vez en cuando, el balido de la cabra y los resoplidos pesados de Pek. Todo sonaba tan familiar que dolía.
No quise comer, ni hablar, ni pensar.
Solo quería que esa absurda mezcla de rabia y nostalgia desapareciera. Pero no lo hizo. Permaneció ahí, ardiendo despacio, como un carbón bajo la ceniza.
Él no vino. No golpeó la puerta, no intentó hablarme, no buscó disculparse otra vez.
Durante horas solo escuché sus pasos apagados por la casa, el ruido del fuego y alguna herramienta moviéndose en el porche.
Y justo cuando pensé que tal vez se había marchado, o que tal vez no le importaba en absoluto, escuché un golpe suave en la puerta.
El reloj marcaba las seis en punto. Me quedé inmóvil, mirando la manija. Quería salir, pero mi orgullo me clavaba en el sitio.
—Lisa —su voz llegó amortiguada, baja, contenida—.
¿Puedo pasar?
No respondí.
Mi orgullo gritaba que no, que debía dejarlo allí, esperando, congelado en el pasillo.
Pero mi corazón, ese traidor que no entiende de lógica ni heridas, dio un vuelco.
Porque esa voz —a pesar de todo— seguía sonándome en el alma.
—¿Qué quieres? —pregunté con una frialdad que ni yo misma creí.
—Ábreme —su voz sonó tranquila, pero con esa firmeza que siempre lograba colarse entre mis defensas.
—¡No abriré! —grité, aunque la puerta no era tan gruesa como para detener el temblor en mi voz.
—Vamos a cenar. Hice estofado y té.
Me quedé callada. El estómago, traidor, eligió ese momento para recordarme que llevaba horas sin probar bocado.
—¿El té ese que huele a rayos? —pregunté, intentando sonar despectiva, pero en realidad solo pensaba en aquel aroma fuerte y terroso que, contra todo pronóstico, me había encantado.
Algunas mujeres embarazadas soñaban con pepinillos o chocolate; yo, en ese instante, habría vendido el alma por una taza de aquel té apestoso.
—Sí, ese —respondió él, con una sonrisa que casi pude oír.
—Gracias, pero no quiero —mentí, resoplando con fingido desdén mientras tragaba saliva.
—Lisa, ya está bien —dijo de pronto, y antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió.
Entró sin pedir permiso, como si la casa fuera suya —como si yo aún lo fuera—, y la luz del pasillo lo dibujó ante mí con esa camisa de cuadros que recordaba demasiado bien.
Por un segundo, mi corazón dio un salto torpe y luego empezó a golpearme las costillas con una insistencia casi dolorosa.
—No voy a ninguna parte —alcancé a decir, más para convencerme a mí misma que a él.
—Claro que sí —replicó con calma, y antes de que pudiera retroceder, me tomó de la mano. Su toque fue firme, cálido, familiar. Tiró de mí con suavidad, pero con una seguridad que desarmaba cualquier protesta.
Ni siquiera opuse mucha resistencia —mi orgullo fingió hacerlo, pero mis pies ya obedecían antes que mi cabeza.
En la cocina me esperaba una mesa puesta para dos: un mantel limpio, platos humeantes y, en el centro, un ramo de flores silvestres que contrastaba con el olor del guiso y el té.
—Siéntate y come —ordenó con voz baja, pero autoritaria.
—Ya estás dando órdenes otra vez —bufé, cruzando los brazos antes de rendirme—.
Aun así, me senté. Empujé el plato hacia mí con un gesto de rendición disfrazada de sarcasmo. El vapor del estofado me acarició el rostro y, sin quererlo, aspiré hondo.
Olía a hogar. A eso que había perdido.
Las patatas olían a gloria. A pura felicidad en salsa.
Dios mío, qué sabor. Me parecía que jamás, en toda mi vida, había probado algo tan delicioso. Ni en restaurantes caros, ni en cenas de gala, ni en casa de mi mamá: nada se acercaba a ese guiso simple, honesto, cálido.
Empuñé la cuchara como un arma y me lancé a la conquista del plato.
Entre bocado y bocado, echaba miradas furtivas a la cacerola de hierro fundido que descansaba al borde de la mesa.
¿Quedaba algo?
Sí, un poco más.
Perfecto. Me lo comería todo.
Incluso si reventaba, me lo tragaría igual.
Mientras tanto, Iván —frente a mí— jugaba con su comida, sin tocar apenas nada. Hurgaba el estofado con la cuchara, como si buscara respuestas en el fondo del plato, y cada pocos segundos me lanzaba una de esas miradas lánguidas de cachorro arrepentido.
Intenté ignorarlo.
De verdad que lo intenté. Pero había algo en su forma de mirarme —esa mezcla de culpa, ternura y autocompasión— que empezó a molestarme.
Tanto, que hasta las patatas perdieron sabor.
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Editado: 26.10.2025