Mi querido leñador

Capítulo 66. Lisa

Por supuesto, lo perdoné.
Aunque, en realidad, no había nada que perdonar. Iván nunca me lastimó, ni me traicionó, ni me habló con crueldad. Todo ese enredo con el guardabosques —su disfraz, su silencio, su juego de identidades— ahora me parecía casi tierno. Un intento torpe de impresionar. ¿Y quién podría culparlo?
Normalmente, los hombres hacen lo contrario: se presentan como príncipes, grandes jefes, genios incomprendidos… y al final resulta que son humo, pura fachada. Iván era todo lo contrario. Me mostró primero al ermitaño del bosque, y detrás de esa barba y esa camisa de cuadros descubrí algo que nunca esperé: sinceridad, fuerza y un corazón enorme. Todo patas arriba. Como él.

No dije nada. En lugar de palabras, me subí a su regazo. Lo abracé fuerte, rodeando su cuello con mis brazos, y cerré los ojos. Su piel estaba tibia, con ese olor a bosque, a tierra y a vida. Me hundí en él. Y, por un instante, el mundo desapareció.
Iván suspiró, apenas sonrió, y me besó el hombro con una ternura que me desarmó por completo.

Había solo una cosa que necesitaba aclarar.
—¿Dijiste que soy tu amada mujer? —pregunté en voz baja, con una curiosidad que sonaba más como una exigencia.
—Sí —respondió sin dudar.
—¿Entonces quieres decir que me amas? —me aparté un poco, buscando sus ojos.
—Te lo dije.
—¿De verdad?
—Sí —repitió, con esa calma suya que me desesperaba y me derretía al mismo tiempo.
—¿Estás seguro? —insistí, jugando con un mechón de su cabello.

Él soltó una pequeña risa y metió la mano en el bolsillo del pantalón.
—Estoy seguro —dijo, y sacó una cajita pequeña, cuadrada, envuelta en terciopelo oscuro—. Esto es para ti.

No lo esperé. Iván lo tenía todo muy claro. Ya vino preparado. Y yo… idiota.
Las lágrimas me brotaron sin permiso. Fue ridículo, pero no pude evitarlo. Empecé a llorar como una tonta, con la emoción desbordándome por dentro. Iván me miró confundido, sin saber si consolarme o asustarse.
—¿Te ofendí? —preguntó torpemente.
—No —susurré, escondiendo el rostro contra su pecho—. Al contrario.
—Entonces, ¿por qué lloras?
—De felicidad —respondí entre sollozos.
—No lo parece —murmuró, pasando sus dedos ásperos por mis mejillas—. Se suele sonreír de felicidad, no llorar.
—Te olvidas de algo —repliqué, sonriendo débilmente—. Las hormonas… Estoy embarazada.

Él rió bajo, y su mano bajó instintivamente hasta mi vientre. Me estremecí al sentir su contacto firme y cálido.
—No lo he olvidado —dijo con suavidad—. ¿Ya sabes quién nacerá? ¿O es demasiado pronto? No soy bueno con estas cosas… embarazosas.
—Yo tampoco —reí entre lágrimas—. Pero creo que es Milagros.
—¿Milagros? —repitió, arqueando una ceja—. ¿Una niña, entonces?
—¿No estás contento?
—Tonta —rió, atrayéndome hacia él—. Claro que estoy contento. —Me besó ruidosamente la coronilla, luego bajó la voz y añadió, con una gravedad que me heló el pecho—: Casi muero sin ti, Lisa. No estaba bromeando cuando dije que no te dejaría ir.

—No me voy a ir —susurré, limpiándome las lágrimas con torpeza—. Yo también me sentía mal sin ti.
—¿Mucho?
—Mucho. Fui yo la primera en venir a buscarte, ¿recuerdas?
—No —dijo con una media sonrisa—. Fui yo el primero. Mi jefe de seguridad te encontró por la matrícula de tu coche. Luego fui a verte y te encontré en el centro comercial.

—Por cierto, ¿qué querías comprar allí? —pregunté, recordando al “hombre del abrigo azul marino”.

Sus ojos brillaban de picardía.
—Un hacha —contestó, conteniendo la risa.
—¿Un hacha? —repetí incrédula—. ¿Para qué?
—Porque te vi con Boris, y los celos me envenenaron.
—¿Tú? ¿Celoso? —exclamé, riéndome.
—Por supuesto. Eres la mujer más hermosa del mundo y ese idiota de Boris no quería soltarte.
—¿Cómo? —no entendí.
—Tuve que hacerle una propuesta que él no pudo rechazar —dijo Iván, imitando la voz del Padrino.

Nos miramos un segundo antes de estallar en carcajadas. El eco de nuestras risas se mezcló con el sonido de los grillos y el ladrido lejano de Pek. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que todo estaba bien.

Cuando nos calmamos, Iván me observó con esa seriedad que siempre precedía a algo grande.
—Lisa —dijo, tomando aire—, ¿te gustaría convertirte en mi esposa?

Lo miré fijamente, fingiendo pensarlo.
—No lo sé —respondí con fingida duda, mordiéndome el labio—. Suena difícil. No estoy segura de poder hacerlo.
—Lisa —frunció el ceño—, lo digo en serio.
—¿Me estás proponiendo matrimonio?
—Sí. Quiero casarme contigo y vivir feliz toda la vida —dijo con voz baja, tensa, casi temblorosa.

Y entonces lo vi. No al guardabosques, no al hombre rudo que cortaba leña, sino al Iván que me amaba de verdad. Vulnerable. Esperando.
Mi boca estaba seca, el corazón me latía en la garganta. Quise decir “sí” de inmediato, pero las palabras no salían. No porque dudara. No. Era porque, en ese momento, todo lo que sabía decir me parecía demasiado pequeño.

—¿Lisa? —preguntó preocupado.

—Sí —susurré al fin—. Estoy de acuerdo… pero tengo miedo de que, al volver a la ciudad...
—No tengas miedo. Viviremos aquí —dijo Iván, seguro. Me abrazó y me besó como si con ese beso pudiera sellar el mundo. Y quizá lo hizo.

A la mañana siguiente, Pek dormía debajo de nuestra cama, emitiendo un gruñido satisfecho en sueños. Yo me recosté sobre el pecho de Iván, acariciando distraídamente su piel.
—Entonces… —dije entre bostezos—, ¿qué vamos a hacer ahora?

Él levantó una ceja, divertido.
—¿Cómo que qué? Primero descansamos un par de días aquí. Luego iremos a visitar a tus padres. Tengo que pedirles formalmente tu mano. Después nos vamos a Alemania.
—¿A Alemania? —pregunté, fingiendo sorpresa.
—Claro. Le prometí a Hans llevarte y no puedo fallar.
—¿Entonces todos estaban compinchados contigo? —pregunté con una sonrisa traviesa.
Él entrecerró los ojos.
—Sí, porque entendieron también que, sin ti, yo no sería feliz. Pero si no quieres ir tú a ver el terreno, enviaré a alguien con Hans en tu lugar. Eso sí: tú te mudarás a mi casa. Con tus cosas.




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