Los días transcurrieron con soledad y amargura, recordando cada noche el evento sucedido, mientras deseaba -en secreto- que retornase a mi cuarto para hacerme suya. A esas alturas de mi vida, no podía continuar negando que Emmett Cullen era un vampiro capaz de asesinarme en un arrebato, o podía llegar a convertirme en uno de ellos, algo que comenzaba a considerar con seriedad; pero por sobre todas las cosas, no podía negar que amaba a ese vampiro.
Enamorada de un vampiro. Que ridículo e imposible sonaba, y muchas veces cuestionaba mi cordura cuando resaltaba aquella afirmación en mi cabeza. ¿Éste era mi destino? ¿Ser un vampiro como Emmett?
La tarde del 22 de marzo, con la primavera en nuestros pies, una invitación llegó a casa, de parte del alcalde. Otra de sus fiestas para fanfarronearse de la ausencia de la crisis económica en su bolsillo. 'Otra oportunidad para presentarme en sociedad', dispuso mi madre, y debí obedecerle, preparándome para el gran día, con la leve esperanza de volver a verle.
Una semana después de que la invitación llegara a nuestra puerta, yo estaba saliendo de la misma, con un traje de Charlestón rosa, adecuado para el motivo del baile. Y allí fue donde le conocí…
William Smith apareció en Rochester en una helada tarde, junto a su pequeña hermana y su padre, quien vendría a buscar suerte por la depresión económica que supuestamente nos afectaba a todos. Hasta el día de hoy nunca pude llegar a sentir la necesidad como otras familias, gracias a la actitud positiva de papá, y las engañosas apariencias de mamá. Pero con ésta familia pude reconocer la carencia, a pesar de que provenían de una de las ciudades más ventajosas económicamente: Chicago.
El sustento del señor Albert Smith, padre de William, era el comercio, dedicándose exclusivamente a la venta de joyería. Rubíes, diamantes, esmeraldas, oro y plata, comenzaron a brillar en las vitrinas de la vieja zapatería en quiebra. Pero ¿de qué servía ser un fino vendedor de diamantes si nadie podía costearlos?
No pude saber más de los Smith más de lo que podía concluir con sus instalaciones, desde el momento en que la abandonada casa sobre la ex zapatería, estaba siendo habitada por tres integrantes.
El señor Albert era un hombre inteligente, y sabía de sobra que pasar el dato de sus joyas, de boca en boca, era la mejor de las publicidades, sobretodo en sociedad, asistiendo a la fiesta con motivos pasados que había organizado el municipio, en donde yo me encontraba esa noche, vestida, peinada y maquillada como la deseada Rosalie Hale, aquella joven que todo hombre soltero deseaba desposar. Todos, excepto Emmett, aunque claro, él no era un hombre.
No le llevó mucho tiempo a mi madre unirme con William, viendo una joven promesa, gracias a una pequeña plática con el señor Albert y su amplio lenguaje persuasivo sobre las ventas. Por cortesía, un poco de obligación y algo de curiosidad, me dispuse a recibir la oferta de baile del joven prodigio, en un animado ritmo que no involucraba el toque afectuoso de sus manos en mi cuerpo. La idea repulsiva de Royce sobre mí, incluso aunque no se llegó a concretar, me mantenía a margen del tacto masculino, incluso del de Emmett. Sin embargo, William era curioso. No parecía en lo más mínimo interesado en bailar, pero sí terminó la pieza.
-¿Podríamos detenernos un momento para conversar tranquilos? –Sugirió con una sonrisa incómoda.
No pude estar más de acuerdo, siguiendo sus pasos y a la vez vigilando mi entorno, buscando a un ausente Emmett, o cualquiera de los otros tres vampiros. Nada.
-Ha sido un agrado bailar con usted. –Musitó con algo de timidez, tomando algo de ponche de la mesa que estaba junto a nosotros. Me sirvió una copa.
-Gracias. –Mi tono fue algo distante, pero no dejó de ser descortés, por lo que me evité mi primer sorbo para enmendar el error. –Por cierto, bienvenido a Rochester.
-¡Oh, muchas gracias! –Alzó su copa un poco, reflejando una sonrisa honesta.
William tenía los cabellos rubios, casi como el mío, y los ojos azulados, alegres y aún de niño. Si bien es cierto, su apariencia podía llegar a recordarme a Royce, pero cuando veía en sus ojos era otro hombre totalmente diferente a mi prometido muerto. Tenía 19 años cuando le conocí, y su voz era tranquila, como alguien que realmente es paciente… Y vaya que lo fue. A pesar de mi poco interés en la plática, logró mantenerme ahí, con él, llegando a pasar un rato agradable. Sonreí por primera vez en días, y me permití incluso no ocultarlo al resto, quienes me habían visto besar a Emmett en la noche de Año Nuevo, y hoy, me veían platicar alegre con otro muchacho. Pero todo esto poco le importaba a mi madre, quien se veía radiante por mi nueva amistad.
Will, como me convenció de llamarle, comenzó a narrarme todo lo que yo ya había descubierto con sólo presenciar su llegada a la ciudad, y el cotilleo de mamá, pero éste me proporcionó mucha más información privada de la que pude llegar a pedir. Will era un libro abierto.
-¿Y su madre…? –Pregunté con una desubicada curiosidad, pero antes de que pudiese arrepentirme por la intromisión, Matt me confesaba que habían perdido a la señora de la casa hace ocho años atrás, en el parto de su pequeña hermana Marie. –Lo siento. –Pude gesticular, avergonzada.
-Está bien, pero por favor, no se sonroje. –Suplicó con un ligero tono de risa.
¿Estaba sonrojada? Pues claro que lo estaba, con tal vergüenza que había pasado al preguntar por su familia como si él fuese mi mejor amigo, o hermano. ¿En qué estaba pensando? Con aquellas actitudes siempre recordaba las crudas palabras de Edward, acusándome de inmadurez con esa cortante pero verdadera voz. Fruncí mi ceño y escondí mi rostro, mitigando el rubor de mis mejillas.
-Creo que hay alguien que desea hablar con usted. –Apuntó por sobre mi hombro, evidenciando incomodidad ante la situación. Y como no. Un par de ojos negros, penetrantes, celosos y furtivos, cortaban cualquier distancia con su intensidad asesina.