Ángela se aproximó al pequeño cajón cubierto de sábanas color lila, en donde reposaba una cabeza tan diminuta y pelona que apenas podía mirar el interior. Los delgados labios azulados estaban entreabiertos, en un gesto de llanto inconcluso que nunca volvería a relajarse hasta la expresión del sueño. Los pequeños dedos, escondidos en un puño, también morados y los ojos del color desconocido, entre marrón y amarillo, cubiertos completamente bajo sus párpados.
Tímidamente, la joven extendió su mano y tocó la piel helada de su rostro terso, intentando contener el llanto con todas las fuerzas de su alma: era la primera vez que tocaba a su hermanito y él nunca iba a sentir sus manos.