Dandelí tomó el pañuelo de franela que tenía el en bolsillo y quitó la sangre de puerco que cubría su cuchillo. Se puso de pie y con la punta de acero de sus botas de trabajo pateó todos los pedazos de su cabeza redonda, repugnante y sanguinolenta, directo hacia el agujero que había cavado para ocultar su enfermo cadáver. Luego, entró a la casa y, muy sonriente, le dio de comer una tajada de atún a su gato, quien la miraba por su único ojo.
-Listo, Ding-dong. El capataz no te molestará más.