-Fidel, he pecado.
El niño levantó la vista de su auto de juguete y miró al sacerdote arrodillado a sus pies, con la frente tocando sus zapatos salpicados de tierra. Sentía sus sollozos convulsionado contra el cuero del calzado e imaginaba que ya estaban mojados.
-Hable con Dios.
El religioso levantó el rostro enrojecido, esbozando una sonrisa de enfermo que vaticina su muerte, recordando el pequeño cuerpo inmóvil que había manchado para siempre.
-No. Lo que he hecho no tiene perdón de Dios.