Microuniversos

Montón de humo

Eran cerca de las 2:00 a.m. cuando Demian entró a la zona muerta, tiritando de pies a cabeza por el frío que el invierno de ese año exhalaba sobre sus frágiles huesos. Llevaba sobre los hombros un delgado manto que la familia ricachona del barrio había tirado a la basura, con una mancha repugnante de parafina que quedaba directamente sobre su nuca. Sus pies descalzos estaban insensibles y azulados de caminar por las calles, llenos de piedrecillas y de cicatrices muy antiguas que ya no podían ocultarse en la superficie endurecida de la zona plantar. Y, ya inmune al cansancio de la caminata interminable en busca de un poco de calor, llegó a perderse en la zona más oscura de la ciudad.

Tenía los ojos desorbitados, contemplando como las luces se hacían más tenues y poco a poco incluso las edificaciones comenzaban a desaparecer, dando lugar a un terreno yermo que parecía no tener final. Se movía como poseso, siguiendo instintivamente el sonido mecánico de una fábrica y, sin llegar a precisar los detalles del recorrido, se adentró en un imponente edificio, el único que se erigía en medio de ese espacio sin vida.

No bien puso un pie al interior de la recepción, el calor abrasador lo golpeó como un rayo y apenas pudo mantener la compostura ante ese estímulo, sintiendo como si ahora su cuerpo realmente tuviera vida. Siguió la cálida fuente como una polilla sigue una linterna, sin estar consciente de que el aire había dejado de acariciarlo y ahora lo mordía, dejando pequeñas heridas sobre su piel.

Su cuerpo estaba tan entumecido que apenas lograba percibir un cosquilleo.

Comenzó a apresurar el paso cuando vio una luz anaranjada encender el final de la construcción, en donde el sonido de los engranajes mal aceitados se hacía muchísimo más intenso y, en cuanto logró divisar inmensos contendores de metal, se deshizo del manto que traía puesto. El aroma de la tela lo estaba comenzando a marear.

Avanzó cautelosamente por el pequeño espacio que se formaba entre las dos primeras hileras de contenedores cilíndricos y se asomó a la boca de uno de ellos, notando como el interior estaba forrado por completo con una capa blancuzca que no se contuvo de tocar. La textura era aparentemente muy firme, pero en cuando apoyó la mano entera, el material cedió de una manera similar a la que lo haría un colchón de mala calidad.

Su viejo esqueleto crujió y su mente inmediatamente recordó que no había conseguido dormir ni un solo minuto esa noche.

Había pasado muchos años viviendo en las calles y siempre solía dormir en el primer sitio que el sueño lo abrazara, sin importar si la lluvia lo mojaba o si apenas llegaba el sol algún vecino lo echaba a patadas gritando que llamaría a la policía. Pero esa noche hacía tanto frío que le era imposible siquiera sentarse en la acera, pensando que moriría congelado mucho antes de que el día explotara para traerlo de nuevo a vagar por todos los rincones de la ciudad.

Ahora bien, estaba seguro de que en ese sitio no tendría frío y que si se acomodaba correctamente dentro de ese inmenso tambor de acero, probablemente tendría la sesión de sueño más cómoda que podría permitirse en ese estilo de vida. Por ello no se detuvo a pensar que clase de peligro podría traer alojarse en una fábrica aparentemente en funcionamiento y simplemente escaló por el contorno del ducto, empujando a horcajadas se cuerpo hasta quedar completamente acostado.

Al poco tiempo fue víctima de una picazón insoportable por la reactivación de la circulación que retraso su sueño al menos una hora, mas, cuando las molestias cesaron, se permitió entrar al mundo onírico en un solo movimiento.

Cuando el día llegó, Gregorio saludó a la recepcionista con una amable sonrisa y marcó su entrada. Por primera vez en varias semanas fue capaz de llegar antes de la hora oficial del inicio de las labores y, aunque era la primera vez que tendría que hacer esa tarea, no permitió que el buen humor se desvaneciera mientras caminaba hacia la zona de los hornos industriales. Se sorprendió de que la caldera principal estuviera encendida tan temprano y no pensó en la posibilidad de que tal vez la noche anterior el encargado apagarla se había olvidado de hacerlo. Simplemente se acercó a los paneles y comenzó a encender los hornos.

Una vez que todos los aparatos estuvieron en pleno funcionamiento, comenzó a dar una ronda de revisión desde el fondo del cuarto y a monitorear que la temperatura ascendiera de manera adecuada. Ya había revisado al menos 40 máquinas cuando vio un pedazo de tela vieja a los pies de uno de los hornos que, para su extrañeza, tenía la puerta abierta de par en par

Alertado por el riesgo de esta situación, hizo un carrera alborotada al panel de control y detuvo el calentamiento de la maquinaria.

Ya había llegado cerca de los 2000 °C.

Regresó con un una potente linterna, murmurando oraciones al azar para que no hubiera nada potencialmente vivo dentro.

Cuando llegó y la linterna iluminó dentro del tambor, sus grandes ojos se cerraron y llevó una de sus manos al pecho, dejando salir un pesado suspiro de alivio.

No había nada más que un montón de humo.



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En el texto hay: locura, amor, dolor

Editado: 12.12.2020

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