Microuniversos

Origami

Julieta había nacido hecha completamente de papel, como todos los niños de la región de Kami y como todos ellos quería escribir una gran historia sobre su piel. Sin embargo, llegada la edad de seis años, cuando les enseñaban sobre las letras y les entregaban el lápiz que debía durarles para toda la vida, la pequeña tuvo grandes problemas para entender la simbología.

En su primera exposición no pudo escribir ni una sola línea con sentido y sintió que se hundía cuando todos los niños se rieron de ella. Durante el recreo aguantó que muchos de sus compañeros le escribieran cosas en la espalda, consolándose con el hecho de que no podía leerlas si estaban tan lejos de sus ojos.

No podría leerlas incluso si estaban frente a ella.

Al llegar a casa soportó el ungüento corrector que le aplicó su madre con gran valentía, escuchando como esa amable voz la consolaba:

—Tu propio ritmo es perfecto y no quiero que pienses otra cosa.

Desde entonces cada jornada de escuela era un calvario y las malas notas se volvieron una parte importante de sus días. Ya no le afectaban las palabras hirientes con las que le llenaban el cuerpo, pero los lugares en donde dibujaban ardían. No podía ignorar que el papel de su tronco adelgazaba y eso le daba bastante temor.

Una mañana despertó presa de una fiebre extraña que la dejó en cama por varios días. En ese tiempo escuchó a su madre contarle muchos cuentos, esos que los aventajados de las letras escribían en su tiempo de claridad mental.

"Si no puedes narrar con el lenguaje convencional, entonces crea el tuyo propio. Muchas mentes que estaban encadenadas podrán volar", leyó la mujer ante los ojos resplandecientes de su hija.

La frase rebotó en su cabeza toda la tarde hasta que se durmió.

La semana que pudo volver, sus compañeros la recibieron con el mismo entusiasmo cruel de siempre y le anotaron los peores insultos que un niño de esa edad podía conocer, pero Julieta tenía una sonrisa inquebrantable en el rostro.

Era el día de la presentación final del semestre.

Todos los niños hicieron una exposición oral acompañada de su escritura ininteligible, orgullosos de poder contar su primera historia definitiva. Algunas eran excepcionales para un infante tan pequeño, otras triviales como se podía esperar. Lo único que importaba era tener el visto bueno de la maestra Melina.

Cuando llegó el turno de Julieta, se puso de pie como una hoja jamás usada, alisó las pequeñas arrugas que tenía por estar sentada y dejó el lápiz apoyado en su pupitre. Se deslizó frente al pizarrón de un solo soplo.

La maestra le indicó que empezara con un ademán desinteresado.

—Era entonces una hoja de papel en blanco y que potencial tenía esta página cuando esperaba por la herida del lápiz.

Repitió el vocabulario de los escritores que había oído en cuanto recordaba.

—Perforada un día sería y la historia que tendría no sería suya. Pero si esa hoja no estuviera en blanco, ¿qué diría?

Entonces se dio la vuelta para que todos pudieran ver lo que habían escrito en su espalda.

—Lo que otros dicen escrito tendría. ¿Dejarán que la hoja narre su historia un día? Esta es la historia de la hoja. Esta historia es mía.

Entonces hizo un arco hacia atrás y tomó sus tobillos, doblándose por la mitad. Hizo lo mismo hacia la derecha, en diagonal, hasta que su cuerpo dibujó lo que ella realmente quería contar.

Se había convertido en un barco de papel.

Comenzó a deslizarse por los recovecos del salón, se subió a su pupitre y saltó realizando una nueva serie de pliegues hasta transformarse en una grulla.

Finalmente, revoloteó por sobre las cabezas de los niños y aterrizó sobre el puesto de la maestra, desarmando la figura hasta volver a tener su forma de siempre. Las arrugas que adornaban su cuerpo eran tan profundas como una marca de tinta.

Los alumnos no entendieron mucho de lo que acababa de ocurrir, pero la profesora la hizo sentarse como si nada hubiera pasado. Le puso la calificación más alta que había sacado, aunque no fue excelente de ningún modo.

Julieta había hecho algo que no le habían pedido.

Ahora bien, la niña se sintió mucho mejor cuando pudo ser escuchada. Comenzó a caminar menos insegura por los pasillos y eso dio pie a que paulatinamente dejaran de considerar gracioso escribir sobre ella.

Ahora que Julieta podía narrar, no era diferente a cualquier otro niño. Su modo era único, pero enriquecedor.

Diana comenzó a pedirle que le mostrara más de ese plegado que en los textos no tenían nombre, pero que ellas decidieron llamar Origami.

Con el tiempo los maestros fueron acostumbrándose a la manera de presentar sus trabajos y ellos mismo aprendieron un poco de él para poder interpretarlo, aunque fue un proceso muy lento.

Los niños, por otra parte, poco a poco dejaron de ver a Julieta como una niña inferior. No se hicieron sus amigos, por supuesto, pero podían convivir en el mismo espacio sin que fuese incómodo.

Julieta era muy pequeña para saberlo, pero ese pequeño conocimiento le había dado alas para realizar un largo viaje.

Ya no estaba encadenada a ser una hoja en blanco.

Ahora podía contar su propia historia con orgullo.



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En el texto hay: locura, amor, dolor

Editado: 12.12.2020

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