Miénteme (#2 Chilenas)

CAPÍTULO 1

Como cada mañana, Juan y Ernesto se levantaron con el alba. Se saludaron con un efusivo abrazo, evidencia visible de la gran amistad que por décadas habían compartido, y luego prepararon todo lo necesario para hacerse pronto a la mar.

Pescadores esforzados, compartían no solo un enorme amor por el océano y lo que éste les brindaba cada día, sino también el amor por una mujer. La mujer de Ernesto. Eugenia.

Ernesto y Eugenia llevaban 20 años de casados. Dieron el sí cuando apenas eran unos niños. 15 ella. 17 él.

Lo hicieron, no porque “tenían que hacerlo”. A pesar de los chismes de la comunidad, su matrimonio fue fruto del amor y no de la apresurada visita de la cigüeña. De hecho, no había otra cosa que desearan más que la visita de aquella ave halagüeña portando buenas noticias para así completar aquella pequeña familia que habían iniciado.

Lamentablemente, año tras año, esperaron…… y esperaron…… y esperaron…… pero aquel bebé nunca arribó.

Aquello fue un duro golpe para ambos. Eugenia deseaba de todo corazón ser mamá y Ernesto simplemente no podía cumplir con ese humilde sueño.

Fruto de ese deseo inalcanzable, la frustración hizo mella. Ernesto sentía que su valía como hombre estaba truncada y se desquitaba con Eugenia, quien en un principio entendía a su marido y pasaba por alto su mal humor. Lo amaba y deseaba estar con él sin importar que hubiera un hijo de por medio o no. Sin embargo ella era positiva. Que no pudieran tener un hijo de su misma sangre y carne no quería decir que no pudieran ser padres de igual manera. “Quena”, como todos le decían, sabía que todo ese amor que ambos ansiaban entregar podían volcarlo en un niño carente de familia. Sin embargo, el machismo de Ernesto, no solo lo hizo desechar la idea en el acto, sino que también incrementó el sentimiento de fracaso que arrastraba tras de sí.

Ernesto amaba a su mujer, pero para él era imposible hacerse de un niño que no fuera fruto de su amor. No lo concebía. Aquel niño solo sería el recuerdo constante de su falta como hombre. Y por más que Quena trató de razonar con él, no hubo razón alguna que lo hiciera cambiar de opinión. Es más, desde ese momento en adelante, prohibió que el tema de los hijos se volviera a tocar. El destino, según Ernesto, ya se había cernido sobre ellos y él no haría nada por cambiarlo. Solo había que aceptarlo. Y así lo hizo.

La pena fue tan grande para Quena que su corazón se resquebrajó y por cada una de las grietas que se formó, comenzó a drenarse poco a poco el amor que le tenía a Ernesto.

Su vida se convirtió en una monótona rutina. Ernesto se volvió introvertido. Casi no hablaba con ella y se volvía cariñoso solo si bebía unas copas de más. El resto del tiempo solía abrumar a Quena con sus desplantes y mal humor o simplemente con su indiferencia. Solo la compañía de Juan le aportaba la cuota de alegría que ella tanto necesitaba para mitigar aquel dolor.

Juan tenía la misma edad que Ernesto. Se habían conocido en la escuela y habían compartido pupitre durante toda su niñez. Como vivían en un pueblo pequeño, era necesario emigrar a una ciudad más grande para continuar estudiando, pero por los recursos económicos reducidos de ambos, ninguno de los dos pudo hacerlo. Sin otra alternativa que seguir la tradición familiar, ambos, en ese entonces aún niños, decidieron seguir los pasos de sus padres y hacerse pescadores.

Aunque Juan no se había casado como Ernesto, nunca sintió que con ellos tocara el violín. Para Juan, tanto Ernesto como Eugenia, eran sus mejores amigos, casi hermanos. Juan los acompañaba a todos lados y compartía con ellos penas y alegrías. Había hecho de la casa de Ernesto casi su propia casa. Pasaba más tiempo en la de ellos que en la suya propia. Por eso sabía de primera mano el tormento de ambos con respecto al tema de los hijos y deseó poder ayudarlos a arrancar aquella espina que se empecinaba en incrustarse entre ellos.

Habló con su amigo en muchas ocasiones para hacerle ver y entender lo maravilloso que sería que adoptaran un bebé que llenara el vacío que su familia sentía, en especial Quena. No obstante, Ernesto seguía rechazando la idea sin saber que aquella decisión le acarrearía un dolor más profundo que la muerte.

Juan sentía una tristeza enorme por Quena. Cada día que pasaba veía cómo la pena en el alma de ella la iba apagando y deseaba poder devolverle la alegría que una vez tuvo, el brillo con el que siempre iluminó todo a su alrededor.

Día y noche rememoraba en su mente la imagen de Quena mirando el mar desde la ventana de su humilde casita, esa que estaba a la orilla de la caleta, tan cerca de donde ellos arrastraban sus botes para irse a pescar.

Cuando Ernesto y Quena recién se casaron ella tenía la costumbre de asomarse a esa misma ventana para lanzarle un beso de despedida a su amado, un beso cargado de significado, que no era solo sinónimo de un “te amo”, sino también de un “cuídate, por favor” y “regresa sano y salvo a casa”.

Ella aún permanecía allí, observando todo y a la vez nada. Ya no había un beso de despedida, sino solo una mirada perdida al final del horizonte, en donde el agua dejaba de percibirse en movimiento.

¡Cuánto deseaba Juan volver a verla feliz! ¡Cuánto deseaba él hacerla feliz y ser el receptor aunque fuera una sola vez de ese beso que siempre había sido para su amigo! Porque sí, la verdadera razón del por qué nunca se casó fue porque amaba tanto a Eugenia que nunca fue capaz de encontrar la felicidad de la mano de nadie más.



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En el texto hay: traicion, romance, dolor

Editado: 03.05.2021

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