Mientras dure el verano

Capítulo 5

En mis diecinueve años de existencia he tenido tan solo unas tres o cuatro citas. Los chicos en la escuela no me miraban de esa manera, y tampoco se estilaba demasiado el tener una cita con alguien

 

Mis amigas quedaban para enrollarse con el chico de turno, en un parque público, a la vista de todos los niños pequeños cuyas almas quedarían por siempre mancilladas con el recuerdo de dos adolescentes hormonales intercambiando saliva. 

 

Yo, por el otro lado, nunca había quedado para enrollarme con nadie. Siempre había sido la sujetavelas, la que observa a otras parejitas darse el lote y espera pacientemente a que terminen para hacer otra cosa más interesante. Mis amigas decían que estaba chapada a la antigua, y los chicos, aunque nunca me lo dijeron a la cara, no les divertía demasiado estar con una chica que no quería besar en la primera cita.

 

Mi primera cita fue en un parque, de noche, con un chico muy adorable de mi clase. Demasiado adorable. Tanto que cuando intentó besarme no fue más que un pico incómodo. No había química entre nosotros, y los dos lo sabíamos. Supongo que por eso nunca me volvió a llamar.
 

Mi segunda cita, si es que podemos llamarla así, fue con el típico chico malo. Comenzó muy bien, invitándome a comer helado, pero cuando me ofreció ir en moto e intentó besarme, me puse tan nerviosa que me quemé la pierna con el tubo de escape. Hice tanto el ridículo que esa vez fuí yo la que decidí no contestar el teléfono, incluso si quería volver a quedar conmigo.

 

De las otras dos citas apenas me acuerdo. Así de memorables fueron.

 

No sé qué se puede esperar de una cita con un novio falso. Apenas sé qué esperar de una cita con un novio verdadero. 

 

¿Me dará flores? No, eso suena demasiado exagerado, y es un detalle que de normal se tiene con alguien a quien de verdad quieres. Y Nate Mendez no me quiere. Ni yo a él tampoco. Tengo que tener eso claro si pienso seguir adelante con esto. 

 

Nate: Ponte arreglada. Te voy a llevar a un lugar.

 

Nate: Te recojo a las ocho. ¿Me pasas tu dirección?

 

Reviso el mensaje de Nate como si me pudiera dar alguna pista de adónde vamos a ir. 

 

Como no sabía qué tan arreglada tenía que ir —eso de decir ponte arreglada y no dar ninguna indicación extra no es ninguna ayuda—, me volví loca buscando un vestido que me quedara bien y no fuera demasiado exagerado, pero nada de lo que tenía en mi armario me convencía, y cuanto más tiempo pasaba buscando, más me desesperaba por no encontrar el atuendo adecuado, así que terminé dándome por vencida y eligiendo algo más casual, que me pondría en cualquier otra ocasión —una falda negra con cinturón dorado acompañado de una camisa de botones blanca, con algunas piezas de joyería—. 

 

Cuando mi móvil vibró en mi mano, me sobresaltó tanto que se me cayó al suelo y tuve que agacharme a recogerlo con las manos aún temblorosas. 

 

No me sorprendió ver el nombre de Nate en la pantalla. De hecho, me hubiera frustrado si me llamaba alguien que no fuera él.

 

—Tu puñetero telefonillo no funciona —se queja, nada más descuelgo el teléfono.

 

—Hola a ti también.

 

—Baja —ordena, en un tono autoritario que no me gusta para nada—. Tenemos reserva a las ocho y media.

 

Y cuelga. 

 

Tomo una bocanada de aire mientras agarro mi bolso y reviso que tengo las llaves y el móvil. Aprovecho para enviarle un mensaje de texto a Andy, que está más interesada en mi cita falsa que en su cena familiar. Me ha pedido que se lo cuente todo al microsegundo, y yo he accedido encantada, no porque me guste compartir todos los detalles de mi vida, sino porque me gusta tener la opinión de Andy.

 

Cuando al ascensor llega a mi piso —soy demasiado perezosa para bajar las escaleras, y menos aún con tacones—, la señora Angie está dentro. Es una anciana de avanzada edad, vive con una cuidadora ya que está en contra de los asilos y sus hijos la visitan semana sí, semana no. Me sorprende verla sola, sin su cuidadora o su nieto, con el que siempre está y del que absolutamente siempre está presumiendo.

 

—Buenas noches, señora Angie.

 

—Buenas noches, joven. 

 

Nos quedamos las dos en silencio dentro del ascensor. Una parte de mí está esperando que comience a hablar acerca de lo maravilloso que es su nieto, las buenas notas que saca, lo amable que es… Lo típico que dicen las abuelas, vamos. Incluso cuando no es del todo verdad, porque su nieto tiene pinta de ser un poco mocoso y lo he visto fumar porros en la puerta de la finca. Pero claro, eso yo no se lo digo a la pobre señora. No me apetece matarla de un disgusto.

 

Esta finca está mayoritariamente habitada por señores mayores ya jubilados, y el ascensor parece haber cogido la misma costumbre que ellos: la de ir a una velocidad tortuosamente lenta, pese a que solo son cuatro pisos los que tiene que subir y bajar. 

 

Le sonrío a la señora Angie mientras observo impaciente mi reloj, deseando que el puñetero ascensor baje más rápido. A veces me odio por detestar tanto las escaleras.




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