Mientras dure el verano

Capítulo 12

 

Cuando sugerí la maravillosa —aunque ahora ya no me parece tan maravillosa— idea de llevar a Débora al hotel de Nate para que pudiera pasar la noche sin que nadie se diera cuenta de su estado, no esperaba que las cosas terminarán… así.

 

Para empezar, ni siquiera sabía que Nate tenía una casa propia para sí solo aquí en Los Ángeles. Me lo había imaginado viviendo en una camioneta con el resto de sus compañeros o, como mucho, en un piso de alquiler super pijo. 

 

—¿Tu… casa? —repito yo, dudosa.

 

—Sí, mi casa. Y cuanto antes salgamos de aquí, mejor. Las probabilidades de que alguien más venga son…

 

—Muy altas —No necesitaba que nadie me instruya en clases de probabilidad—, sí, lo pillo. Vamos. ¿Puedes caminar, Débora? —pregunté, dirigiéndome a ella. 

 

Hace el amago de levantarse con sus pies descalzos, pero pierde el equilibrio levemente antes de erguir la espalda. Está bastante borracha. Me encargo de sujetarla y colocar su brazo sobre mis hombros para ayudarla a caminar.

 

—¿Puedes con ella? —Me pregunta Nate, haciendo el amago para sujetarla él.

 

—Sí, tranquilo.

 

—Voy a ir buscando el coche —comunica Nate, adelántandose.

 

—¿Conduces tú? —pregunto, confundida. Hemos venido hasta aquí en limusina. ¿De dónde demonios va a sacar su coche?

 

—¿Me tienes miedo?

 

—No, que va. 

 

—Entonces, ¿cuál es el problema?—pregunta, perdiéndose en el pasillo.

 

Consigo llevar a Débora básicamente a rastras —y sin llamar la atención de nadie— hasta el ascensor. Doy al botón para que venga a por nosotras y espero a que suba hasta donde estamos, rezando porque no haya nadie cuando las puertas se abran. Afortunadamente para mí, está vacío.

 

Cuando llegamos a la planta baja, Nate ya tenía el motor del coche encendido y todo listo para nuestra pequeña escapada.

 

—Vamos a salir por la puerta trasera, a ver si tenemos un poco de suerte y no hay tantos periodistas —me explica, mientras entre los dos colocamos a Débora en el asiento trasero del coche. 

 

Ella está medianamente somnolienta, así que ni nos ayuda ni opone resistencia, cosa que de cierta manera agradezco. Cuando conseguimos dejarla bien colocada y con el cinturón de seguridad puesto, Nate y yo nos dirigimos a los asientos delanteros.

 

—¿Estás seguro de que puedes conducir? —cuestiono, observándolo acusatoriamente.

 

—Claro que sí, Scarlett.

 

—Has estado bebiendo —le recuerdo.

 

—Unas copas, y te aseguro que ya se me ha pasado el efecto del alcohol.

 

—No sé si los policías de tráfico estarán de acuerdo.

 

—¿Quieres conducir tú? —cuestiona, señalándome el volante.

 

—¿Yo? —repito.

 

—Sí, tú. Ya que no te fías de mí… 

 

—Ya, acerca de eso… No sé conducir —admito, algo avergonzada—. Así que vas a tener que conducir tú igualmente.

 

Él rueda los ojos mientras arranca el auto. Por la entrada trasera no hay tantos periodistas, pero aún quedan algunos rezagados que se apresuran a sacar fotos. Espero que no vean a Débora en el asiento trasero, medio inconsciente.

 

—¿Y por qué no aprendiste nunca a conducir? —pregunta, su mirada fija en la carretera. Ya hemos dejado atrás a la mayor cantidad de periodistas, lo cual es todo un alivio.

 

—Crecí viendo un dibujo en el que el protagonista no sabía conducir y casi mata a su instructora intentando sacarse el carnet. Creo que me ha generado un trauma.

 

—Entonces no conduces porque un personaje ficticio no sabía conducir —concluye, soltando una risita.

 

—No es solo por eso —aseguré, enfadada—. Solo… me da pánico, ¿vale?

 

—¿Qué te da pánico?

 

—La carretera. Los coches. Los conductores. Me pone muy nerviosa. 

 

—¿Y qué pretendes? ¿Ir en transporte público a todas partes?

 

—Que me lleven a todas partes —corrijo, con una sonrisa.

 

Él niega con la cabeza, como si estuviera medio flipando. 

 

—¿Puedo? —pregunto, señalando su radio. Él asiente y la enciende.

 

Conecto mi móvil a su radio y busco una canción no muy estridente, no vaya a ser que Débora se sobresalte con el sonido de la música. Car’s Outside de James Arthur comienza a sonar.

 

—I’m tired of loving from afar, and never being where you are —canta Nate, bajito, y yo lo observo con una ceja enarcada.

 

—¿Te la sabes? 

 

—Pues claro —asegura, casi ofendido—. Oh, darling, all of the city lights, never bright as shine as your eyes. 




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