Desde que pusimos un pie en París no hemos tenido oportunidad de parar. Nate y yo nos separamos después de salir del aeropuerto y no nos hemos vuelto a ver desde entonces —y de eso ya han pasado varias horas—.
Mi agente tenía razón cuando dijo que este era un proyecto que se estaba haciendo contrarreloj. Puedo notar lo importante del proyecto en la manera en que todo el mundo se mueve acelerado, fijándose en cada pequeño detalle y ajustando todo para que sea perfecto.
Ni siquiera nos dan tiempo a pasar por el hotel para dejar nuestras cosas, nos vamos directamente a vestirnos y prepararnos para las primeras fotos de la sesión.
Mi primer look del día es una especie (y digo especie porque es raro) de vestido, el cual parece más bien una combinación de una franela roja con botones y un pantalón estilo escoces. Los zapatos son de plataforma baja, color negro y blanco. Me alisan el cabello y le hacen unos pequeños rulos en las puntas para dejarmelo suelto con una banda negra que hace de diadema.
No es mi look favorito, y definitivamente no es algo que yo me pondría voluntariamente para salir a la calle, pero no soy quién para criticar la alta costura.
Cuando salgo de mi camerino, Nate ya me está esperando sentado en una moto negra de estilo rockero. Lleva una camisa blanca acompañada de una chaqueta negra de cuero, y unos pantalones vaqueros negros con roturas a la altura de sus muslos.
—Mira que guapa mi chica —piropea en cuanto llego, dándome un abrazo ligero.
—Tú tampoco estás nada mal —respondo, intentando que el olor de su perfume no se instale en mi cabeza.
Para mi buena suerte, el director de la sesión y el camarógrafo se acercaron inmediatamente para darnos instrucciones. Presto especial atención a todo lo que dicen y cuando nos dan el visto bueno, nos preparamos para posar.
En las primeras fotos, Nate está subido con sus rodillas en el asiento de la moto. Al principio lucha por mantener el equilibrio, cosa que me hace reír.
—No te burles —amenaza él, tomando los frenos del vehículo para conseguir una cierta estabilidad.
—No me burlo —repito yo, claramente burlándome.
Cuando consigue mantenerse en equilibrio, juntamos nuestras frentes de manera que su aliento choca con mi nariz, haciéndome cosquillas. Coloco mis manos por encima de las suyas —sin llegar a tocar su piel, porque lleva unos guantes que solo dejan a la vista sus nudillos— y sonrío mientras oigo el click desesperado de las fotos.
Cuando terminamos esas primeras fotos tengo que subirme a la moto junto a Nate y agarrarme fuertemente a su espalda. Lo divertido es que pensé que no conduciría la moto —estamos en una zona concurrida de París, y aunque se supone está cerrada al público, hay curiosos merondeando—, pero Nate arranca a velocidad lenta, de manera que mi cabello se mueve hacia todos lados.
—¡Me estás despeinando! —me quejo, tratando de colocar mi cabello de nuevo en su sitio.
—Es el karma por haberte reído de mí —comenta él, una sonrisa engreída en su cara.
—¡Que no me he reído de ti! —me quejo, sonando como una niña pequeña. Su respuesta es subir levemente la velocidad de la moto.
Que cabrón.
Cuando nos anuncian que la sesión conjunta de hoy se termina —ya no hay suficiente luz natural para continuar con las fotos que tenían planeadas para los dos— siento que por fin puedo respirar en paz.
Aunque estar trabajando me ha salvado de seguir un tren de pensamiento peligroso —el tren de pensamiento que implica a Nate y mi enamoramiento por él—, no ha conseguido borrar del todo el hecho de que estamos juntos en la que se supone es la ciudad del amor, y de que lo que siento por él comienza a hacerse más díficil de disimular a medida que compartimos tiempo juntos.
Es por este motivo —el de querer estar lejos de Nate para así asegurarme de que mi mente no divaga pensando en él— que acepto quedarme unos minutos más, haciéndome fotos en solitario por las calles de alrededor. Cuando el director me indica que hemos terminado, yo estoy hambrienta y con muchas ganas de echarme a dormir en la cama y no despertar hasta el día siguiente.
Dejo que me desmaquillen y vuelvo a mi ropa habitual. Cuando llega el taxi le indico la dirección del hotel y lucho por no quedarme dormida.
En recepción me dan las llaves de mi habitación —que no son unas llaves de toda la vida, sino una tarjeta magnética—. El hotel es lujoso, está situado en un sitio muy céntrico y, para mi buena suerte, no hay casi ningún fan en la entrada esperando mi llegada. Me tomo fotos y firmo autógrafos a los que están ahí, hablando un poco con ellos y usando la excusa —no tan excusa, porque es verdad— de que ha sido un día largo y estoy cansada para poder irme.
—¡AAAAAAAAH! —grito, asustada, cuando paso la tarjeta magnética por la cerradura de la puerta y me encuentro a un chico semidesnudo dentro del armario.
Cuando mi corazón deja de latir histérico en mi pecho debido al susto me permito observar que el chico en cuestión solo es Nate.