La sesión del día siguiente es incluso más demandante. La sesión continua en un pequeño apartamento de estilo francés, con una terraza con vistas preciosas y una cama que tiene pinta de que está a punto de romperse con un suspiro.
—Scarlett, ¿puedes subirte de manera que tus pies queden apoyados en la pared? —pregunta el camarógrafo, y yo le observo extrañada.
—¿Cómo exactamente?
—Nate —llama el camarógrafo—. Túmbate en la cama.
Oh. OH.
Nate obedece y se tumba en la cama, que cruje con su peso. Tiene una sonrisa estampada en la cara cuando me observa atentamente, relamiéndose los labios mientras apoya ambas manos en su cuello.
—Scarlett, pon tus dos manos a los costados de sus codos —indica el camarógrafo, señalándome donde—. Te ayudamos a impulsarte para que tus pies estén en la pared y quedes encima de él.
¿Y nadie piensa en los daños emocionales que puede suponer eso para mi pobre corazón acelerado?
Cuando subo a la cama —que vuelve a crujir con mi peso añadido al de Nate, que sigue en posición pasota en la cama—, lo observo con cierto horror. Tengo que sentarme en su regazo, un poco por encima de su miembro, para poder colocarme en posición y ser elevada para las fotos.
Tengo que contener la respiración ante la cercanía de nuestros cuerpos y tratar de controlar mi corazón desbocado recordando que esto es trabajo, no un sex tape, y que la línea de pensamiento que estoy teniendo es del todo inapropiada.
—¿Peso mucho? —pregunto, algo avergonzada y moviéndome incómoda encima de él mientras dedico una mirada de reojo a los camarógrafos, que no sé a qué demonios esperan.
—Podría tenerte montándome todo el día y no me cansaría —comenta, y mi mente se va a un terreno demasiado… demasiado… inapropiado. Y Nate tiene que ser consciente de que lo que ha dicho no suena bien. Que tiene una connotación sexual.
Nate no es inocente. Nate sabe perfectamente lo que está haciendo, y me está tentando a consciencia. ¿Por qué? Eso no lo sé. Pero sé que sabe que me está tentando. Y lo está disfrutando, el muy idiota.
Cuando el camarógrafo se acerca —¡por fin!— a ayudarme a elevarme, Nate me observa con una sonrisa en sus labios que se extiende a sus ojos mientras ve como mis piernas se elevan por el aire. Cuando tengo las plantas de los pies en la pared y el camarógrafo me suelta, yo desearía haber hecho más ejercicios de brazos en el gimnasio, porque los siento como spaghettis manteniendo el equilibrio.
Tengo el rostro de Nate a centímetros del mío, nuestros labios básicamente tocándose, mis tetas a la altura de sus ojos.
—Que buenas vistas hay desde aquí abajo —comenta, y yo le miro con cara de pocos amigos. Él simplemente sonríe, como si no tuviera una preocupación en el mundo, como si no hubiera dicho algo que ha puesto a mi corazón a más de cien mil latidos.
—Esta posición es incómoda —me quejo, muy consciente de que cada palabra hace que nuestros labios se rocen.
—No lo creo.
Y entonces hace algo que no me esperaba, pero que deseaba igualmente: levanta su cabeza y choca sus labios con los míos. Es un beso de verdad, no como los picos que nos hemos estado dando cuando hay más gente alrededor o tenemos a algún fan pisandonos los talones.
Este es un beso de verdad. El tipo de beso que te remueve todo por dentro y hace que te plantees toda tu existencia. El tipo de beso que me recuerda lo jodidamente enamorada que estoy de él, y lo poco correspondida que soy.
No es como que yo pueda hacer mucho por el beso —literalmente estoy en una posición que requiere de toda mi concentración para no caer y morir—, pero Nate se encarga de hacerlo memorable pese a que su movilidad también es reducida. Cuando tira de mi labio inferior hacia él, dejando un pequeño mordisco antes de separar nuestras bocas y tomar una bocanada de aire, siento que las piernas me fallan y que me voy a caer en cualquier momento de la posición en la que estoy.
Sólo quiero repetir. Que lo vuelva a hacer todo desde el principio, por favor. Aguantaría las horas que hicieran falta en esta posición si eso significa volver a tenerlo en esa posición, volver a sentir su boca en la mía.
No quiero que esta sesión de fotos acabe nunca.
No quiero que nuestra relación llegue a su fin en septiembre, cuando se supone debemos de ponerle punto y final a todo.
No quiero que lo nuestro sea solo mientras dure el verano.
*-*
Podría jurar que cuando llegamos al hotel aún tenía los labios entumecidos del beso que Nate me había robado durante la sesión. Desde entonces no me ha dirigido ni una sola palabra más, ni siquiera una sonrisa. Nada de nada. Ha estado lo más distante posible e, incluso ahora, a más de las once de la noche, se ha excusado para salir de la habitación y hacer una llamada.
Pese a que tenía el pijama ya puesto en la silla para cambiarme, decido ponerme la camisa de la banda que Nate me dió aquella vez en su casa. La he guardado desde entonces como si de un tesoro se tratara, porque me recuerda a él, a su casa y a nosotros.