Millonario busca esposa.

Capítulo 2

Bea Machín tenía la mandíbula tensa y las manos retorcidas sobre el regazo como si intentara que no se le escapara la dignidad por los dedos.

—Tranquila, Bea —le decía Laura con voz suave, sentada a su lado en el sofá medio desnudo del salón.

—¿Tranquila? —repitió Bea con los ojos secos, demasiado secos—. ¿Cómo quieres que esté tranquila, Laura? ¡Se ha ido todo a la mierda en una semana! Primero mi padre se pega un tiro, sin nota ni explicación. Y ahora, ¿esto?

—Lo sé, lo sé, pero…

—¡Todo de golpe! ¡Papá se muere, la casa embargada, mi prometido desaparece como un cobarde y ahora… esta subasta cutre de nuestras cosas! ¿Qué más puede pasar? ¿Que me atropelle el tranvía?

Mientras tanto, Guillermo paseaba por el salón vacío con las manos en la espalda, mirando a los operarios que recogían los últimos muebles. Solo quedaban el sofá donde estaba Bea, un cuadro torcido en la pared y una alfombra con más historia que sentido.

—Mira, lo mejor es que te vengas a vivir con nosotros una temporada —dijo Guillermo, deteniéndose frente a ella—. ¿Qué vas a hacer en una casa vacía? Además, en unos días entra el nuevo dueño.

—¿Y por qué no vino antes a pedirnos ayuda? —preguntó Laura, mirando con pena a su amiga.

—Todo estaba embargado, Laura —respondió Guillermo por ella—. Bea no tenía ni idea. Su padre lo tenía todo hipotecado hasta las plantas del balcón.

Bea se llevó las manos a la cara, pero seguía sin llorar. Tal vez porque no le quedaban lágrimas. O porque su orgullo aún no se lo permitía.

—¿Y…? —preguntó Guillermo, apretando los labios.

Beatriz lo miró con ternura. Había en ella una mezcla de tristeza antigua y agotamiento.

—Sigue, Guille. No te frenes ahora.

Él apretó los puños y se plantó delante de ella, casi desafiándola con la mirada.

—¿Dónde está? ¿No era tu prometido? ¿No ibais a casaros?

—Guillermo —intervino Laura, con voz baja pero firme—, ya está bien. No la agobies más. Ha pasado por suficiente.

—No pasa nada, Laura —dijo Beatriz con un suspiro—. Lo que ha pasado ya es de dominio público. No me duele hablarlo. ¡Qué más da! La pena es horrible, sí… pero no porque él me dejara en medio de todo esto, sino porque papá murió, tal vez destrozado por lo que él pensaba que era mi mayor vergüenza.

Hizo una pausa. No lloraba. Sus palabras salían con una calma que dolía más que el llanto.

—Debió ser fuerte, y sin embargo… se rindió. Y murió como un cobarde. —Miró a Laura—. No me asusta la ruina. Eso ya lo sabes. Lo que me asusta de verdad es esta soledad. Que papá se viniera abajo y no me dijera nada… eso es lo que me duele. Yo le habría apoyado, pero él no lo entendió así.

—Ahora no le des más vueltas —susurró Laura, acariciándole el hombro.

—Y Jaime… —continuó Beatriz, bajando la voz—. Que no haya vuelto…

—Jaime necesitaba dinero —interrumpió Guillermo, con un deje amargo—. Y como todos, pensó que la fortuna de tu padre era intocable.

—Guillermo —le advirtió Laura.

—¿Qué? ¿No es verdad? ¿No se comportó como un buitre?

Beatriz no respondió. Solo bajó la cabeza.

—Se fue a Brasil anoche —dijo al fin—. Me lo contó un amigo suyo que vino a darme el pésame.

—¿Ni siquiera te llamó?

—No podía. Lo suyo… fue una cobardía. Lo sabía.

Guillermo negó con la cabeza.

—Bueno, se acabó —dijo Laura, poniéndose en pie—. Hoy te vienes con nosotros. Mañana ya veremos qué hacer con todo esto.

—Pero…

—Nada de peros —añadió Guillermo, más suave ahora—. Que se lo lleven todo, que arranquen hasta los azulejos si quieren. Tú vienes con nosotros. Mañana pensaremos en lo demás.

No fue fácil convencerla, pero al final accedió. En el coche, camino a la casa de Laura y Guillermo Beatriz no aguantó más. Tapándose la cara con las manos, rompió a llorar.

—Bea… —murmuró Laura desde el asiento de al lado.

—Déjala —dijo Guillermo al volante, sin apartar la vista de la carretera—. Necesita llorar.

—¿Le querías tanto? —preguntó Laura en voz baja—. Hace tanto que no sé nada de ti, Bea… Si no llega a ser por lo que ha salido en los medios, ni siquiera nos enteramos de la muerte de tu padre.

—Cuando estás feliz —respondió la joven entre sollozos—, te olvidas del mundo. Y cuando la desgracia me golpeó, sentí vergüenza. Si no compartí contigo mi felicidad, ¿con qué derecho iba a traerte mi miseria?

—No digas tonterías —dijo Laura, cogiéndole la mano—. Para eso estamos los amigos. No puedo olvidar todo lo que compartimos cuando éramos niñas. Ni que fuiste mi dama de honor. No me vengas ahora con excusas.

—Lo mejor que podéis hacer las dos —interrumpió Guillermo, con un intento de sonrisa— es dejar de pensar en todo esto. Al menos por un rato.

Habían conseguido que Beatriz se acostara. Solos de nuevo en el salón, sentados junto a la chimenea encendida, Guillermo fumaba un puro en silencio. Laura, con los codos apoyados en las rodillas, observaba absorta las chispas anaranjadas que saltaban del fuego.

—¿Me lo quieres explicar de una vez, Laura? —preguntó Guillermo por tercera vez, sin poder disimular la inquietud—. No acabo de entenderlo. Hugo Mac Machín era un pez gordo. En el mundo de las finanzas lo consideraban millonario. ¿Qué ha podido pasar para que acaben arruinados así, de repente?

—Primero, jugadas en Bolsa que no salieron bien. Después, se asoció con un sinvergüenza que presumía de tener minas de oro. Todo se vino abajo de golpe. Hugo no lo soportó… y se quitó la vida.

—¿Y Jaime? ¿No se iban a casar?

—Sí. Pero cuando se enteró de la ruina de Beatriz y de la muerte de su padre, salió corriendo. Ni una llamada. Nada. Simplemente desapareció.

—Vaya pedazo de …

—Los acreedores se lanzaron como hienas sobre lo poco que quedaba. Y ahí la tienes… Una chica preciosa, que hace nada estaba entre las herederas más ricas de la provincia, y ahora no tiene ni para un café.




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