Tenía los ojos muy abiertos. Fumaba un cigarrillo y la chispa de este proyectaba en la pared una claridad difusa. Una claridad que Beatriz no veía, pues sus ojos, húmedos de llanto, apenas lograban abrirse y cerrarse en fracciones de segundo. Los apretó con fuerza, como si intentara alejar los pensamientos que la atormentaban. Pensaba en su padre. Estaba muerto. Solo le quedaba rezar por él. Era algo que ya no volvería jamás. Lo que quedaba allí, junto a ella, era la ruina total, la soledad. La vergüenza de sentirse repudiada sin explicación alguna.
Era demasiado orgullosa para aceptar de buen grado aquella derrota. Si hubiera tenido un diario, habría escrito en él:
«Me siento desolada y humillada. Tanto que mi orgullo se siente más humillado que desolado. He creído en el amor de Jaime, y le he querido. Le he querido como jamás quise ni querré a otro hombre. Y ahora, abandonada por él sin explicaciones, voy a convertirme en la comidilla de toda la ciudad. Mi sociedad no perdona. Eso me mengua y me desvaloriza. Tía Gene me llamará a su lado, tendré que servirle el té y escuchar sus sandeces, y oírle decir a cada instante: “Ya se lo decía yo a tu padre. Tu padre siempre fue un jugador con suerte; algún día tenía que fallarle”. Nunca podría vivir con tía Gene. Fue hermana de mi madre. Se quedó soltera, y jamás le perdonó que se casara y fuera feliz junto a un tipo tan campanudo como era Hugo Machín».
Se quedó dormida con esos pensamientos, y a la mañana siguiente, cuando apareció ante su amiga, Laura le dijo:
—Tienes buen semblante. Creo que has descansado bien.
Apenas había dormido. Pero admitió que había descansado.
—¿Sabes quién llamó por teléfono? Tu tía Gene.
Beatriz se estremeció.
—¿Gene? —preguntó con un hilo de voz.
—Sí.
—¿Quién le dijo que me encontraba con vosotros?
—Quiere hablar contigo.
No se iría con ella. Prefería mil veces trabajar en el peor empleo que vivir de limosna toda su vida, y escuchar, además, cómo echaba por tierra a su padre, pudo haber sido un suicida insensato, pero nunca un mal padre. Ella le adoraba. Bastó que quedara viudo tan joven y jamás le impusiera una madrastra.
Fue su mejor amigo, su compañero y su consejero. No, nunca permitiría que la tía Gene humillara a su padre muerto.
—Beatriz…
—Sí.
—Pareces distraída.
—Pensaba.
—¿En tía Gene?
—Ya sabes —susurró Beatriz, sentándose a la mesa para comenzar el desayuno— que jamás pude tolerarla. Mucho menos ahora, que se cebará en mi desgracia. No se casó nunca, odia la juventud, y presume de su dinero delante de todos sus amigos y familiares. De estos, solo le quedo yo. Disfrutará haciéndome saber cuánto despreciaba a papá.
—No tienes necesidad de irte con ella. Nos tienes a nosotros.
—Eres muy buena —dijo con un tono apagado—. Te agradezco tu ofrecimiento, Laura, pero sabes que no puedo aceptarlo. Soy joven, tengo que rehacer mi vida. No sé cómo ni cuándo, pero sí estoy segura de que no debo perturbar la paz que tú y tu marido acabáis de encontrar. Os habéis casado hace nada y no tengo derecho a importunaros.
—No digas eso.
Entró Guillermo en el comedor.
—¿Por qué no dejamos esa conversación para otro momento y desayunamos? —dijo mientras besaba a su esposa en el pelo y palmeaba el hombro de Beatriz—. Hay mil formas de solucionar este problema. Ya pensaremos en ello.
—Es que hoy vendrá la tía de Beatriz.
—¿Gene? —rió Guillermo, burlón—. Ya la frenaremos.
—Pretenderá llevarse a Beatriz.
Guillermo volvió a reír.
—Ya no es menor de edad —comentó—. ¿Mantequilla, Beatriz?
—Gracias.
—¿Qué os parece si hoy mismo nos vamos los tres a la finca a pasar el fin de semana? En la quietud de aquel lugar, junto a la chimenea, pensaremos en la mejor forma de resolverlo. ¿Qué dices, Laura?
—Por mí, perfecto.
—¿Y tú, Bea?
—No quiero alterar vuestras costumbres…
—No seas majadera —protestó Guillermo, fingiendo indignación—. Solo serás un miembro más en la partida de dos.
—Precisamente por eso…
—Beatriz —intervino Laura—, me voy a ofender si sigues negándote.
—Es que…
—Sin “es que”, ¿verdad, Laura?
Una notificación con piernas —también conocida como Nati, la doncella— interrumpió la conversación.
—Ha venido la señorita Gene —anunció, como si hablara del apocalipsis.
Beatriz pegó un salto como si le hubieran puesto una avispa en la silla.
—Voy con vosotros —dijo, agobiada—. Pero antes tengo que enfrentarme a ella.
—¿Por qué no le dices que no? No es obligatorio —sugirió Guillermo, encogiéndose de hombros.
—La educación, Guillermo. Algo básico.
—Ah, sí… educación. Esa señora que aparece de vez en cuando a fastidiarnos la vida.
Las dos chicas se rieron, aunque con ese tipo de risa que viene justo antes del drama.
—Llévala al salón, Nati —ordenó Laura—. Beatriz irá en breve a enfrentarse a su destino.
Nati giró como una soldado bien entrenada y se fue. Los tres que quedaban en el comedor se miraron como si esperaran que alguien sacara palomitas.
—En cuanto la despaches —dijo Guillermo—, nos vamos a la finca. Está todo listo.
—Ni se te ocurra dejarte manipular —advirtió Laura—. Ya sabes lo mucho que te exprime esa mujer.
—Prefiero ser vuestra molestia ocasional que su muñeca personal para siempre. No, con tía Gene no me voy.
—Pues ve y despídela con estilo —le dijo Laura, como si la mandara al cadalso.
Beatriz intentó una sonrisa, aunque solo le salió media. Se sentía tan hecha polvo que no habría puesto objeción si el suelo se la tragaba.
Caminó hacia el salón con paso firme. Estaba guapa, eso no se podía negar. Iba vestida a la última y sabía lucirlo como una modelo con actitud. Decían que era el clon de su madre, pero el carácter le venía del padre. Justo esa mezcla explosiva era lo que la tía Gene no le perdonaba. Jamás.