Guillermo, tranquilo, se quitaba los zapatos sin mirar a nadie.
—Laura... —empezó, con voz cansada.
—Ya sé —interrumpió Laura—. No me digas que todo es culpa nuestra. Ambos hemos sido demasiado impulsivos.
—Bea está decidida —dijo Guillermo con voz grave—, y lo entiendo. Es orgullo lo que la mueve. Está cometiendo un error, engañando a Tomás. Mi amigo quería una mujer sin ataduras emocionales, para conquistarla a su manera. Beatriz es hermosa, pero su corazón pertenece a otro.
—Eso no puedes decírselo a Tomás —insistió Laura, preocupada.
—Lo sé. Pero la verdad es una falta grave.
—Guillermo, Bea es mi amiga —dijo Laura, acercándose a sentarse a su lado en el borde de la cama—. No puedes tratarla así.
—Y Tomás es mi mejor amigo —replicó Guillermo, con pesar.
Laura suspiró y le tomó la mano.
—¿Qué vamos a hacer, Guillermo? Bea está resuelta. La conozco. No va a cambiar de opinión por nada.
—Lo sé —respondió él, frotándose la frente para calmarse—. Mañana hablaré con ella de nuevo. Le contaré cómo es Tomás realmente...
—No creo que sirva de nada. Jaime insiste, y Bea antes se dejaría morir que volver con él. Necesita poner distancia, un obstáculo.
—Vamos a descansar, Laura. Mañana veremos qué hacer.
—Tiene un mensaje para usted, señor —dijo Betty con una sonrisa tan tensa que el maquillaje casi se le resquebraja.
Tomás, enfundado en su chaqueta de cuero y concentrado en unos documentos que probablemente odiaba, estiró el brazo sin mirar, cogió la carta y se la guardó en el bolsillo como quien recoge un ticket del supermercado.
—Gracias —gruñó, sin más emoción que una piedra.
Betty jugueteó con el lápiz. Primero girándolo. Luego apretándolo contra el papel como si escribiera algo importante. No lo hacía. Solo estaba construyendo coraje.
—Es de Guillermo —dijo al fin—. Creo que estaba esperando ese mensaje con ganas…
Tomás levantó apenas una ceja. Nada más. Siguió leyendo, inmutable, como si le hubieran dicho que llueve en Saturno.
—Esto es una estupidez —soltó de pronto, molesto—. Dile a Strike que con estas condiciones no firmo ni loco. —Se levantó con su calma irritante, encendió un cigarrillo como un personaje de novela negra, y apretó el tabaco como si le fuera la vida en ello—. Maldita sea… ¿decías algo, Betty?
Ella lo miró con esos ojos cargados de promesas no firmadas. Él ya empezaba a acostumbrarse. Sabía que esa mirada quemaba más que cualquier roce.
—Tiene un mensaje de Guillermo —repitió, paciente.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—Se lo envié. En una carpeta de su portátil donde pone mensajes importantes.
Tomás empezó a teclear y buscó el archivo.
—Maldita sea… No lo encuentro. Usted, que es una enciclopedia con piernas, Betty, ¿dónde está?
—En el icono superior de arriba —dijo, ya sin molestarse en disimular el tono.
—¡Ah! Aquí está. —Sonrió con alivio teatral—. Es de mi buen amigo Guillermo. Pensé que ya me había mandado al diablo.
Le lanzó una sonrisa ladeada a Betty y, como quien no quiere la cosa, soltó:
—¿Vienes a cenar conmigo esta noche, Betty?
—No, señor.
Tomás alzó una ceja con esa expresión suya de “¿cómo te atreves a romper la rutina?”
—¿Y ese milagro?
—No me gustan las cenas contigo. Siempre acaban mal.
Tomás soltó una carcajada seca. Le rozó la mano con suavidad calculada y murmuró:
—Al contrario, Betty. Siempre acaban demasiado bien… Ese es el problema. Hasta luego.
Salió con el portátil bajo en la mano. Betty lo siguió con la mirada, como si al girar la esquina fuera a convertirse en alguien distinto.
Justo entonces, apareció Tom Petherick, cruzado de brazos y con cara de cabreo crónico.
—Eres tonta, Betty. ¿Qué esperas de ese tipo? ¿No sabes que hace lo mismo con todas? Secretarias, abogadas, contables… Si respiran, las invita a cenar.
—Tom…
—Yo te amo, joder. ¿Qué tiene ese que no tenga yo?
—Dinero —respondió ella sin pestañear—. Tanto que puede comprar lo que quiera sin despeinarse. ¿No es bastante?
—No pensarás atraparlo, ¿verdad?
—Claro que no. Pero si solo consigo ser su favorita, me vale. Y ya es más de lo que tú me ofreces.
Tom apretó la mandíbula, le dio una patada al suelo como un adolescente despechado y se marchó sin mirar atrás.
Mientras tanto, Tomás Valdés, ajeno a todo el melodrama digno de una serie de Netflix, ya iba camino de su coche. Subió, encendió el motor y arrancó sin siquiera leer el mensaje de Guillermo.
Estacionó frente a la imponente escalinata y miró con orgullo la propiedad que rodeaba su casa. Muchos años atrás había llegado a Benicasim con seis euros en el bolsillo, unos cigarrillos y la convicción absoluta de que algún día sería dueño de gran parte de la zona. Lo había conseguido. Había pasado noches sin dormir, dado latigazos, comido poco y peleado mucho. Pero su objetivo estaba cumplido. ¿Qué más podía pedir?
La casa era lujosa, porque a Tomás le gustaba vivir cómodo. Primero construyó la pequeña casa para los capataces, que fue su refugio mientras empezaba. Ganó su primer terreno apostando a los dados en un bar con bailarinas semidesnudas. Siempre le gustaron las mujeres, pero entonces se concentraba en el dinero. Compró el segundo terreno con su sueldo, y el tercero también lo ganó apostando. Después montó una pequeña empresa de tecnología que le fue bastante bien. Construyó la mansión y la llenó de todas las comodidades modernas, cuya construcción él mismo impulsó.
La riqueza llegó a él como moscas a la miel.
Recordó el email de Guillermo y una sonrisa fina dibujó sus labios. Lo que le faltaba estaba en ese email. Seguro que Guillermo tenía una respuesta clara.
Entró al vestíbulo y se perdió en su amplio despacho. Se quedó en medio de la habitación, mirando alrededor con un orgullo apenas disimulado. Las paredes estaban cubiertas de libros. Nunca había leído uno. No tenía tiempo. Solo leía la prensa para saber qué pasaba en política. Lo demás le importaba poco. Pero pensaba que una biblioteca sin libros era como un jardín sin flores, así que compró los mejores ejemplares que pudo.